La mirada invisible

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Una mirada reprimida

Las primeras imágenes de La historia oficial (1984, Luis Puenzo) transcurrían en el interior de un colegio secundario, con alumnos y profesores entonando el Himno Nacional. La mirada invisible, tercer largometraje de Diego Lerman (1976, Buenos Aires), no sólo comienza de la misma manera, sino que sugiere, igualmente, que lo que se vivía dentro de un claustro educativo en las postrimerías de la última dictadura militar argentina –la represión, el miedo, las delaciones– era una muestra representativa de lo que ocurría afuera.
A pesar de que en el film de Lerman hay una concentración dramática, una atmósfera inquietante y una adustez que La historia oficial no tenía, sorprende que, 25 años después, se siga recurriendo a las mismas analogías para hablar de la Argentina de ese tiempo, sin aportar una mirada nueva.
Lerman acierta al nunca apartarse del punto de vista de María Teresa (impecable Jimena Zylberberg), una joven preceptora para quien la vigilancia de los alumnos termina confundiéndose con sus pulsiones y convirtiéndose en una perversa válvula de escape. Austera y anticuada, sin amigos a la vista, María Teresa es presentada como un ícono de la represión. Pero sus miradas con algún alumno, sus conversaciones con una abuela que parece haber tenido una vida menos prejuiciosa, su incomodidad en una fiesta y su sensación de liberación ante una canción (así como los ominosos comentarios del jefe de preceptores, al que Osmar Núñez sabe imprimirle una simpatía sinuosa), asoman como lugares comunes, y, como la profesora que interpretaba Norma Aleandro en el film de Puenzo, también se suelta el pelo en una escena y, sobre el final, es víctima de un imprevisto ataque, demostrativo de la violencia latente en los defensores de la dictadura.
La mirada invisible parece ignorar que, desde los tiempos de La historia oficial hasta hoy, mucha agua ha pasado bajo el puente: no sólo la mirada histórica sobre esos años se ha ido complejizando (aunque falta indagar en muchos matices todavía), sino que el mismo cine ha cambiado. Es elogiable el profesionalismo que exhibe en todos sus rubros técnicos, pero –salvo el refinado empleo del fuera de foco en algunos momentos– evita todo rasgo creativo. Ciertas escenas y diálogos de Tan de repente (2002, primer film de Lerman, también co-escrito con María Meira) tenían una frescura y una acidez que aquí se extrañan; es cierto que era una película más cáustica, más marginal incluso, pero el hecho de que los personajes de La mirada invisible sean reprimidos no significa que sus encuadres y movimientos de cámara también deban serlo.
A esto se suma un tramo final más que discutible. Como en la recientemente estrenada El hombre de al lado, el desenlace parece más un capricho de los guionistas (con significados que se disparan para cualquier parte) que consecuencia de las características de los personajes y del devenir del relato. También El custodio, con la que La mirada invisible tiene puntos de contacto, finalizaba con una reacción intempestiva de su pasivo protagonista, elemento que su director, Rodrigo Moreno, defendía aduciendo que “una película es una excepción, por más cotidiana y realista que sea”. Pero en este caso hay un subrayado marco histórico, por lo que esa conducta lleva a confusas interpretaciones alegóricas.
Por último, el epílogo con imágenes del general Galtieri ante una Plaza de Mayo colmada de argentinos –sin referencia alguna a la causa de Malvinas– resulta una provocación desatinada.