La mirada invisible

Crítica de Amadeo Lukas - Revista Veintitrés

El joven cineasta Diego Lerman arriba a su tercer largometraje con La mirada invisible, dando un giro interesante a su filmografía. Muy lejos de su atrayente film coral Mientras tanto y también de su descontracturada y encantadora ópera prima Tan de repente, Lerman aborda aquí una trama rigurosa, oscura y alegórica. Basándose por primera vez en una novela, el realizador se ubica en el ocaso de la dictadura cívico-militar para internarse en un colegio prestigioso de esta capital focalizando en una preceptora recién salida de la adolescencia que sin embargo actúa como una mujer mayor. Una suerte de señora prejuiciosa, reprimida y represora, sometida a una suerte de obediencia debida que ejerce sobre ella el omnipresente jefe de preceptores Biasutto.
Su obsesión por mantener el orden, combinada con su represión sexual, la llevan a asumir denigrantes y perversas conductas relacionadas con el baño de de varones, con el pretexto de sorprender a infractores a las reglas y llevarlos ante las autoridades del colegio. Costumbres que se vuelven rituales y van revelando fuertes tensiones sexuales con un alumno y también con su propio y amenazante preceptor jefe.
La mirada invisible circunscribe casi claustrofóbicamente su semblanza a las aulas, paredes y pasillos de ese establecimiento, mientras en el afuera los estruendos y gritos hablan de una Argentina convulsionada, a punto de forzar el fin del régimen y a la vez a días del trágico retroceso que significará la toma de las Islas Malvinas. “No hay nada de qué preocuparse”, dirá Biasutto tranquilizando al personal del colegio, confiando en la continuidad del autoritarismo.
Excelente en su descripción audiovisual del ámbito escolar de la época, la película empero se torna por momentos reiterativa y demasiado solemne. De todos modos los sólidos rubros técnicos y artísticos se imponen, sostenidos por las notables caracterizaciones de la talentosa Julieta Zylberberg y el camaleónico Osmar Núñez.