La mejor oferta

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Retrato de un hombre solitario.

Sólo se necesitan dos palabras para saber si uno va o no a aguantar La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013): Virgil Oldman. Claro, dicho al azar eso puede sonar insensato, pero cuando uno explica que ese es el nombre de nuestro protagonista, un anciano (“old man”, en inglés) que es virgen a las afecciones de todo tipo, las piezas comienzan a encajar. Ese nombre es sólo el primer exponente de un desfile de metáforas solitarias y desesperadas que el escritor y director Giuseppe Tornatore empuja hacia la audiencia a lo largo de 124 minutos. Es un largo viaje.

Regresemos a Oldman. El hombre (Geoffrey Rush), obsesivo y respetado director de una casa de subastas en un lugar desconocido (no, en serio, vean las locaciones y traten de adivinar si estamos en las calles de Roma o los barrios bajos de Londres, no cierra la geografìa), pasa otro año sin compañía. Es que, cuando no está imitando el vivir de un comercial turístico de Italia, recuperando antigüedades, vendiendo arte o quedándose con sus piezas favoritas a través de un amigo ofertador (Donald Sutherland, en otra de sus actuaciones despreocupadas que quedan estancadas entre el cameo y el rol secundario), el sexagenario se encierra en su mansión. Y que lugar, bien digno de un villano de James Bond, con cosas como un armario dedicado a guardar sus decenas de guantes (él no puede ni atender su teléfono sin cubrirse), que además resguarda una bóveda para su única compañía: un cuarto repleto de cientos de cuadros de mujeres, observantes de su inexistente actuar.

Contemplando lo extremadamente peculiar (bordeando en caricatura) de este personaje, la visión del cineasta detrás de clásicos como Cinema Paradiso al tomárselo en serio y sin una pizca de siquiera realismo mágico ya suena errada. Pero por lo menos, él puede anotarse un definitivo acierto, el de haber llamado a Rush. Después de todo, el actor australiano casi engaña con la despreocupación con la que maneja su rostro, poniendo la cara (en varios sentidos) para dar una mirada cómplice en los segmentos comédicos y pasar al instante al drama con la solida solemnidad impresa por su quijada. Ocupado todo el tiempo lanzando aires de peculiaridad o gravedad a Virgil, Rush casi engaña al público, haciendo creer que todo se dirige a un punto. Por desgracia, el resto del film se encarga de negar sus esfuerzos.

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Todo cambia con la llamada de Claire (Sylvia Hoeks), joven heredera de un sinfin de reliquias, que pide la ayuda de Oldman. Pero hay algo que no cierra: ella no ha mostrado la cara a casi nadie en décadas, y mantiene su agorafobia al confinarse en un cuarto oculto, desde el cual planea dictarle el trato al apreciador de En días, el experto pasa del fastidio a la intriga, queriendo resolver el misterio de la mujer encerrada, así como el estado de una colección de piezas de un autómata esparcidas en su propiedad, que junta con un ingeniero cómplice (Jim Sturgess). Y antes de que se de cuenta, estará atrapado por su devoción, que amenaza con desviarlo al peligro cual ilusión de adolescente en plena pubertad.

Sin buscar el encasillamiento de géneros, Tornatore inicia guiando a su protagonista con un aire de típica comedia costumbrista, donde su rigidez parece ser cambiada por la extraña sin rostro. Pero, en el arranque del segundo acto, el realizador trata de tirar de la alfombra expectativa al transformar la intriga de Virgil en una suerte de thriller dramático, que trata de emular la angustia interna sangrada en obras como Vértigo y Laura. Sin embargo, los elementos no se unen; un poco por la carencia de tono o tema fijo, otro tanto porque Giuseppe es nuevo al lenguaje anglosajón (este es su segundo largometraje en inglés, si contamos The Legend of 1900), quedan bastante distanciados. Claro, hay un sentido agudo presente en el diseño de producción: uno puede disfrutar la examinación de cada pequeño detalle de un lienzo gobernado o el sistema de pequeñeces que manda el orden del reloj, así como tiene la chance de maravillarse o asquearse por la avasalladora pared de damas inalcanzables de Oldman. Eso, junto a los chirridos y lamentos descomunales de la banda sonora del maestro Ennio Morricone (casi siempre un atractivo por el que vale la pena pagar la entrada), hacen desear que el responsable soltara la cuerda de sus ambiciones y usara sus elementos para hacer un relato extremo.

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Pero no, Tornatore se planta firme en la creencia de que su historia es naturalista, y cuando la película se lanza en territorios de crecimiento personal y vueltas de tuerca, todo parece venir de la nada y dirigirse al valle de la incredulidad. De un hombre frío y desconfiado que de una escena a la siguiente pasa a ser un eterno romántico drenado de intelecto, a una señora con enanismo que puede hacer cualquier operación matemática y que posee memoria total, la variedad de personajes es a veces ridícula en su presentación, sólo apuntada a vender ese final predecible que se cree una revelación catastrófica. Y el diálogo es peor en su inconsciencia, con una sobredosis de metáforas baratas perforadas una y otra vez en el cráneo de cada espectador, como “Las emociones son como obras de arte. Ellas pueden ser falsificadas y parecer iguales a la original, pero son falsificaciones” o “Vivir con una mujer es como tomar parte en una subasta, tú nunca sabes si vas a tener la mejor oferta”. Para la vigésima analogía relacionada a pinturas, relojes o máquinas, daban ganas de que apareciera el hombre mecánico de La Invención de Hugo Cabret a acabar con todo. Con La Mejor Oferta, Giuseppe ha devaluado.