La maldición renace

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"La maldición renace": ¿para qué?

Con su mudanza a los Estados Unidos, la saga pierde lo mejor que tenía: la estética anclada en la tradición japonesa de fantasmas.

No hace tanto el terror venido de oriente estaba de moda. En especial el de Japón, que fue donde la tendencia surgió en 1998 con el estreno de Ringu, segundo trabajo de Hideo Nakata, recibiendo el rótulo colectivo de J-Horror. El éxito del film no solo trajo dos secuelas y dos remakes bajo el título local de La llamada (The Ring), sino también decenas de “Salieris”. Entre ellos destacan Pulse (Kairo, 2001), de Kiyoshi Kurosawa, que ganó el Premio Fipresci en Cannes; Dark Water(Nakata, 2002) y Ju-On: The Grudge(2002), dirigida y escrita por Takashi Shimizu. Se trata de historias fantasmas de la tradición japonesa, como los Yūrei o los Onryō, y elementos tomados de disciplinas como el teatro kabuki, en las que los protagonistas son acosados por espíritus vengativos de mujeres que murieron torturadas o asesinadas de forma violenta. Todas tuvieron remakes Made in Hollywood, pero solo The Grudge se convirtió en una saga que hasta ahora acumulaba 13 episodios, diez en Japón y tres en Estados Unidos. Esta trilogía, conocida acá como El grito, hoy suma su cuarta secuela bajo el distraído título local de La maldición renace.

El punto de partida es el mismo: cada persona que entra en esa casa de Tokyo en la que un hombre mató a su mujer, a su hijo y al gato negro de la familia, de inmediato comienza a ser perseguido por los fantasmas de las tres víctimas. Pero la saga americana aprovechó la capacidad de estos espectros de adherirse a los desafortunados intrusos, para desplazar la acción de forma progresiva de Japón a Estados Unidos con el correr de las secuelas. De modo que La maldición renace solo una breve escena inicial se desarrolla en la capital japonesa y luego el relato viaja a un pueblo del interior estadounidense, a donde una mujer llega trayendo la condena desde oriente. Que el estreno tenga lugar en medio de la histeria colectiva causada por el brote de coronavirus no es más que una casualidad sugestiva.

La consecuencia de esa mudanza a los “States” es que la saga pierde lo mejor que tenía: la estética anclada en la tradición japonesa de fantasmas. Con ella se va la poca gracia que le quedaba. Ya no está ni la temible Kayako, con su piel blanca, los ojos enormes y el pelo larguísimo ocultándole la cara, ni su hijo siniestro. Ni siquiera queda el gato negro, cuyo maullido era una marca registrada en la creación de Shimizu. Ahora los fantasmas son como los de las peores películas de terror y sus apariciones siguen el ritmo burocrático de un guión que no exhibe ninguna idea atractiva e incluso se regodea en detalles estériles, como darle a la dirección de la comisaría del pueblo el número 999. Es decir: un 666 invertido. Una idea occidental y cristiana que traiciona al universo profundamente oriental de la saga. Pero ahí está el número, no una sino dos veces en la pantalla, sin que a nadie se le haya ocurrido decir: “Che, mejor saquemos esa pavada”. Lo único que acá se conserva del original es el funesto gruñido de Kayako, detalle que de todas formas carece de sentido, porque en La maldición renace nadie muere con el cuello roto como ella.