La mala verdad

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

De eso no se habla

La mala verdad atrasa como tres décadas. En la película de Miguel Ángel Rocca, salvo por chispazos muy breves, todo es impostación, subrayados, solemnidad; si alguien dijera que La mala verdad fue realizada en los 80, excepto por rasgos de época como los autos, nadie notaría la diferencia. No es raro que la temporalidad de la película sea difusa: fuera de los coches, y teniendo en cuenta que el relato transcurre en una casa, colegio y librería viejos y tratados con una estética de corte antiguo, no hay muchos signos que hablen del presente, como si el director buscase abiertamente que la identidad de su película se diluya y no ancle en ningún momento histórico específico.

El guión pretende instalar la ambigüedad como tono definitivo: un abuelo que parece bueno y afectuoso esconde un secreto terrible; una madre cariñosa es increíblemente rígida y exigente; una maestra comprensiva se desentiende de lo que le pasa a una alumna con problemas. Pero ese intento de opacidad se derrumba facilmente frente a los señalamientos groseros que operan la banda de sonido (omnipresente, eterna comentadora de lo que ocurre), los diálogos y hasta los encuadres (se abusa sin límites del primerísimo primer plano, quizás en el intento de arrancarle algo de emoción a una historia pobre y llena de obviedades). Se juega al misterio al tiempo que constantemente se le brindan al público señas vistosas para comprender y anticipar el conflicto principal. Pasa con algunos personajes que se quedan sin palabras cuando tienen que hacer referencia al posible abuso sexual de la protagonista: esa huída del lenguaje está forzada, es pura sobreactuación que, en vez de aportar densidad dramática a las escenas, evidencia el tratamiento teatral y grandilocuente.

No entiendo el por qué de la gran cantidad de críticas positivas que recibió La mala verdad. Una posible explicación es el tema elegido: son varios los críticos que hacen alusión a la decisión de abordar el abuso infantil como uno de los grandes méritos de la película dentro del contexto del cine argentino, que nunca privilegió esa temática. Suena demasiado obvio pero parece que hace falta decirlo: con un tema se pueden hacer muchas cosas, no hay temas mejores que otros sino formas distintas de contar que moldean y dan cuerpo a un tópico específico. Decir que La mala verdad es una película buena o necesaria (como lo hicieron muchos críticos) es el equivalente de lo que ocurría en los 80 con el cine que refería de una u otra forma a las aberraciones de la dictadura y era defendido por su supuesto valor social, histórico, etc. Con algunas buenas actuaciones (Carlos Belloso; Norman Briski; Ailín Guerrero, la protagonista, sorprende con una gran interpretación), La mala verdad no deja de ser cine hecho en automático y con pocas ideas que apuesta a tocar fibras sensibles de manera fácil y que parasita un tema grave para despertar una cómoda indignación en su público.