La maestra de jardín

Crítica de Emilio A. Bellon - Rosario 12

Un acto de resistencia ante la ausencia

Una de las grandes temáticas dominantes de nuestros últimos tiempos, que se plantea como tema de debate en muestras y paneles, en festivales no comerciales, es el de la representación de la violencia. Desde su expresión más paradigmática, la que remite al Holocausto y otros tantos genocidios, hasta la que emerge en los hechos cotidianos, ha merecido y sigue siendo motivo de atención por teóricos, críticos, guionistas y realizadores.

Sin embargo la industria del cine, ha dado las espaldas a estos planteos y sigue forzando hasta más allá del límite, de manera abusiva, el filoso costado que despierta en toda una franja del gran público una fuerte seducción, particularmente en los films policiales, bélicos y del llamado género de terror; que a su vez encuentra en el llamado "gore" el punto máximo de explosión del potencial violento.

Podemos sí en cambio afirmar que es en el cine europeo, en sus propias cinematografías, donde podemos reconocer interrogantes al respecto. Igualmente en films de otras latitudes de Medio Oriente o en algunos realizadores chinos y en contados latinoamericanos nos salen al cruce algunas reflexiones al respecto.

No es que haya perdido el curso de la escritura, necesitaba enmarcar algunas cuestines que considero pertinentes para el film que se ha estrenado en estos días, "La maestra de jardín", del un tanto desconocido para nosotros director israelí, Nadav Lapid, nacido en Tel Aviv en 1975. Sus films anteriores fueron, al igual que este, presentados en el Festival de Cine de Buenos Aires, tras su paso por Cannes, Berlín y Sevilla.

La trama del film se va articulando sobre el recitado de poesías, compuestas por este niño, ante el oído atento de esta particular maestra. Poesías y canciones infantiles, que dejan al descubierto rivalidades y odios, enfrentamientos heredados, van estructurando un relato en el que asoman diferentes formas de violencia, asordinadas, subterráneas, casi veladas. Nosotros como espectadores asistimos al desocultamiento de diferentes comportamientos, que se van entrecruzando en una línea de descenso que nos lleva a transitar múltiples reacciones, marcadas por la incomprensión, el desapego, una casi nula comunicación. La poesía que parte de la voz de este niño, al anunciar con su casi escondida voz "Ya la tengo", irá acercando y enfrentando lo que estaba latente.

Y en el centro de las escuchas, la poesía. Una poesía que se recita, que se lee, que es usurpada. Versos que se intentan, equívocamente proteger; como a su pequeño creador, de la indiferencia del mundo. Palabras y ritmos que van, igualmente, abriendo ventanas, pero que al mismo tiempo empujan a lo insospechado. Una red de contrastes, de contradicciones, de ilusiones ópticas, de crueles manipulaciones, plasmadas en la planificación de un montaje que desequilibra nuestra mirada.

Estamos ante un film que explora la violencia desde diferentes ángulos y personajes. Una violencia que asoma y no se vislumbra como tal, que se enmascara, que confunde. Un taller de escritura marca un puente entre los oficios del poeta y los planteos éticos. Y una voz de un tío casi borrado se proyecta en los versos del niño. Una escritura robada, dicha en voz alta, una identidad fraguada, van diseñando una fuga hacia el punto neurálgico del thriller; burlando las fronteras. Y las preguntas nos siguen surgiendo más allá del final del film.