La luz del fin del mundo

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"La luz del fin del mundo", apocalipsis sin mujeres

Algo fallida, la película gira alrededor de un padre y su hija tratando de abrirse en un mundo devastado, en el que una pandemia arrasó con el género femenino.

Actor secundario durante la última parte de los ’90 y la primera mitad de los ’00, Casey Affleck pegó un salto artístico en 2007 al protagonizar el western El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de ‎Andrew Dominik, y el policial Desapareció una noche, la sorprendente ópera prima de su hermano mayor Ben. En 2010 debutó como director con aquella gran tomada de pelo a la industria del cine y la música que fue el falso documental I’m Still Here. Casi una década tardó en volver a sentarse en la silla plegable para timonear los destinos de La luz del fin del mundo. La distancia entre ambas es enorme, no sólo en términos temporales: si en una atravesaba las siempre porosas fronteras entre realidad y ficción mostrando el supuesto retiro de Joaquin Phoenixde la actuación para dedicarse al rap, aquí abraza un relato post-apocalíptico intimista y de perfil bajo centrado en la relación entre un padre y su hija de once años.

A Affleck Jr. le pasaron cosas entre las dos películas. Un Oscar como Mejor Actor por Manchester junto al mar fue una de ellas. La otra, ocurrida en vísperas al recibimiento de la estatuilla, fue la denuncia por abuso sexual de una integrante del equipo técnico de I’m Still Here. Consciente de la valía actoral que supone el reconocimiento de la Academia, Affleck construye una película pensada para su lucimiento, con presencia en prácticamente todas las escenas y largos monólogos susurrantes, filmados mayormente en tomas sin cortes, en la carpa que comparte con su hija Rag. Una idea de lucimiento muy relacionada a su presentación como padre protector y responsable, atento a las necesidades y requisitos de la nena, lo que podría interpretarse como un intento de expiar públicamente aquellas acusaciones.

La acción orbita alrededor del vínculo entre los protagonistas, con especial hincapié en esas conversaciones nocturnas que, bajo la luz de la linterna, se pasean por temas varios, desde historias sobre los orígenes del mundo hasta explicaciones tímidas acerca de sexualidad femenina de cara al inminente inicio de la pubertad de Rag, pasando por los recuerdos –explicitados mediante flashback oportunamente intercalados– de cómo era la vida con mamá (Elizabeth Moss, de la serie The Handmaid's Tale) antes de que un pandemia arrasara con las mujeres de todo el mundo. Desde aquella pérdida papá (no hay nombre acreditado para ese personaje) y Rag quedaron solos. No se sabe qué ocurrió en el medio, pero la actualidad los encuentra recorriendo un bosque nevado, con un cielo siempre encapotado, al borde de un invierno que se presume impiadoso.

A diferencia La carretera, de John Hillcoat, y Niños del hombre, de Alfonso Cuarón, dos películas con varios puntos de contacto con ésta, la marcha no tiene un norte definido sino que avanza o retrocede en función de la presencia de amenazas externas. Papá desarma campamento ni bien aparece algún hombre, más allá de que luzca peligroso: no suena muy seguro andar exhibiendo a quien presenta como “hijo” cuando en realidad es “hija”, sobre todo en un contexto donde las mujeres jóvenes escasean y los hombres están totalmente chiflados, liberados de toda norma de convivencia. En ese contexto de sálvese quien pueda, cambiarán carpas por casas cuando encuentren alguna desocupada. Aquellas experiencias diarias serán disparadores para las charlas nocturnas que van de lo enigmático a lo dulce, de lo fabulesco a lo biológico, de lo creativo a lo inseguro. Pero también de lo espontáneo a lo mecánico, en tanto no tarda en evidenciarse la lógica de “experiencias de día + conversaciones reflexivas de noche” que estructura un relato coronado por la inevitable explosión de la violencia contenida.