La La Land

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Y después del frustrado intento (o sabotaje) de Woody Allen con Café Society, Hollywood renace en la frágil elegancia de Emma Stone, en la media sonrisa ganadora de Ryan Gosling. Y La la land es una especie de auto homenaje, cierto, porque está la remake de Rebelde sin causa en el viejo cine Rialto, la ventanita original de Bogey y Bergman en Casablanca, las ubicuas props, los pasitos de baile de Emma y Ryan. Pero en La la land, Hollywood renace como el ave fénix al que sus personajes también aluden, como por azar. Porque la cita y el homenaje están en la misma hechura del film, no se reducen a la cita posmoderna.
Obvio, la posmodernidad está muerta; el presente es de acción, simbolizado en una charla de café, cuando Sebastian (Gosling) un pianista de jazz que finalmente encuentra su norte en una banda de rock y soul capitaneada por John Legend (sí, el auténtico, aunque aquí encarna a otro, claro) reprocha a Mia (Stone), una actriz enamorada de la actuación, que ella lo prefiere desorientado, a la deriva, a la par de su (escasa) suerte.
Gosling encuentra en Stone a la mejor partenaire desde Michelle Williams en Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010); en aquella tocaba el ukelele, aquí, quizá con mayor destreza, el piano. Con las cuatro estaciones de Los Ángeles y frescos, azarosos encuadres de los estudios, todo eso constituye de por sí un triunfo. Si 7 Globos de Oro parecían demasiado, esperen a lo que deparará la Academia.
Hollywood está agradecida, porque La la land es aparte un musical, y la musicalidad se desenvuelve en escenas claves (descontando citas –no necesariamente posmodernas, se insiste– como el Café Parapluie, vecino al trabajo de la francófila Mia, y que remite a Les parapluies de Cherbourg, el famoso musical de Jacques Demy). La primera es la del inicio, cuando un traffic jam en una carretera angelina deriva en que todos los conductores bajen de sus vehículos para bailar y cantar el tema central, y que culmina con el primer torpe encuentro, poco feliz, entre Seb y Mia. La otra es el segundo, no menos feliz, encuentro de los protagonistas. Seb improvisa algo arbitrario al piano en el restaurante que lo contrata; Mia oye la melodía, sube seducida cual roedor de Hamelin y presencia cómo el jefe de Seb lo despide; el pianista, molesto, desoye el elogio de Mia al pasar por su lado –y de paso le propina un accidental codazo–.
El director y guionista Damien Chazelle es muy hábil para construir el relato en base a esos desencuentros, tan caros a la tradición hollywoodense pero inoculándolos en el mismo ADN de la historia, de manera que el verosímil de género ya no resulta caricaturesco sino encantador y natural.
Un párrafo final para la excelente dirección de Chazelle, que ya había demostrado enorme talento con Whiplash (2014), y aquí alcanza la consagración de su pasión musical aplicada a la pantalla grande, cuyo pináculo es una escena de baile con vista sobre la ciudad de Los Ángeles, de gusto y proyección de clásico, que recuerda a grandes filmes como The Red Shoes, de Powell y Pressburger, o incluso One from the Heart de Coppola. Junto al más prolífico, aunque menos original e incisivo Denis Villeneuve (Prisoners, Sicario, Enemy, Arrival, y ya director asegurado para la secuela de Blade Runner), los francocanadienses, de modo inesperado, están dotando de un nuevo aire a los sets hollywoodenses.