La La Land

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Todo por un sueño (o dos)

Damien Chazelle ha logrado, a los 32 años, lo que pocos pueden decir en el ecosistema hollywoodense: hacer dos películas personalísimas, como “Whiplash” (basadas en algunas experiencias personales) y ahora “La La Land”, subtitulada aquí como “Una historia de amor”, aunque en los sobreimpresos traducidos figura como “La ciudad de las estrellas”. Y la verdad es que habla de las dos cosas: cuenta una historia entre una aspirante a actriz y un pianista de jazz con ganas de tener un club, situada en Los Ángeles. En la misma “LA” de “Sunset Boulevard”, de “Mulholland Drive”, un terreno que nos resulta conocido, por cómo se ha contado a sí mismo (“Los Angeles Plays Itself”, tituló Simcha Jacobovici su documental). Y la idea de ascenso, apoteosis, crisis y resolución de un romance también la tenemos presente (Woody Allen hizo su última magia al respecto en “Café Society”).
Es que Chazelle mete todo lo que conocemos en la minipimer, incluyendo los grandes musicales de la historia del cine: ya se han encargado editores en redes sociales de demostrar que “La La Land” vendría a ser al género lo que “Stranger Things” al cine de los ‘80, poniendo cuadro por cuadro referencias a “Un americano en París”, “Amor sin barreras”, “Cantando bajo la lluvia” (tres referencias inocultables), “Grease”, “Sweet Charity” y muchas más. Pero la amalgama es perfecta, al punto en que (cuando nos sacamos la maña) no vemos las costuras, sino un producto homogéneo, nuevo, que al mismo tiempo nos trae las más diversas resonancias. Un producto que puede ser muy cerebral (coreografiado al extremo) y al mismo tiempo extremadamente emotivo.
Lenguajes
Aclaremos por decir que “La La Land” es más de una película a la vez. Por un lado tenemos, desde la escena de masas que abre el relato, el musical clásico, con música extradiegética (externa y no realista), imaginería fantástica y sabor a Broadway. Ese filón, que enmarca la épica romántica, cuenta con una paleta de colores plenos en los vestuarios, a lo “Amor sin barreras” o “Un americano en París” (ese amarillo canario..., quizás es la paleta más definida desde “Moulin Rouge” o “La invención de Hugo Cabret”); también con contraposiciones equilibradas (verde/ocre, azules/violetas). La fotografía de Linus Sandgren se luce en los atardeceres irreales, en la “noche americana” de luz intensa, en las transiciones que recortan la figura del fondo con sombras y luz cenital (Chazelle juega también para eso con los extras estáticos o con movimientos acotados, casi al estilo +del circo de “Un gran pez”). Esa película está rodada en planos secuencia de steadycam ascendentes y descendentes, para mostrar que lo que se baila no está pinchado, al mismo tiempo que se le da “aire” a ese mundo.
Del otro lado hay una película “verista”: la música es diegética (tocada dentro de la ficción) con un tratamiento del jazz muy Woody Allen, pero con personajes mucho más prosaicos, terrenales: es la dinámica estética con la que se narra la parte más tensa, la de los sueños demorados y sus realizaciones diferenciales. Esa transcurre en lugares más cerrados, con planos cortos, en muchos casos, con cámara en mano.
Una y otra dinámica se intercalan para contar la historia de Mia y Sebastian, con el ritmo zen del paso de las estaciones (el “mono no aware” de los japoneses, esa percepción del fluir del tiempo). Veremos cómo empiezan a conocerse, a involucrarse, a enseñarse cosas mutuamente, hasta que la realidad los ponga en la encrucijada. Por supuesto que la terrenalidad le ganará terreno paulatinamente a la magia, hasta que ésta vuelva de la manera más inesperada en el epílogo: casi un homenaje a “Mulholland Drive” (David Lynch se estará riendo por el travelling hacia la campana de la trompeta), donde se revisitan los hechos de la historia, cómo hubiesen resultado si hubiesen pasado de otro modo, con la mayor cantidad de homenajes (los decorados expresionistas de “Un americano en París”, “El globo rojo”, y así) y el paralelo repaso a la banda sonora.
Partituras
Y aquí tenemos que hablar de la música, protagonista y estructurante del relato, de las actuaciones, de las coreografías de Mandy Moore (no es la cantante). Justin Hurwitz también trabaja aquí, de la mano de los letristas Benj Pasek y Justin Paul, dos o tres líneas que se interconectan: la del musical clásico, la del jazz de los tiempos del bebop y un score incidental que habla y retoma los motivos de la obra.
La historia abre con “Another Day of Sun”, ese himno de los soñadores con música latina a lo “Amor sin barreras”, en una escena impactante que podría no estar (pero por suerte está). Junto con la “greasera” “Someone in the Crowd”, a cargo de Emma Stone y sus compañeras de cuarto (Callie Hernández, Sonoya Mizuno y Jessica Rothe), son las grandes canciones grupales de musical.
Pero el tema principal sin duda es “City of Stars”, en la versión de Ryan Gosling, luego en la de ambos protagonistas, retornado en los créditos en la voz de Stone: una melodía sencilla que se despliega algo cansina sobre un basso ostinato en el piano, que admite ser silbada y tarareada. Como no hay tercero en discordia (pongámosle, al menos en términos épicos) no hay un tema en oposición (eso pensaría Sir Andrew Lloyd Webber), el segundo motivo es una melodía instrumental, el “Mia & Sebastian's Theme”, presentado como un ejercicio pianístico un poco decimonónico que se convierte en un vals en “Planetarium”, la escena más celestial de la obra (y una clara referencia a “Moulin Rouge”) y vuelve a aparecer en la despedida.
La dupla también se explaya en “A Lovely Night”, el tema de la escena de tap, con referencias a “Cantando bajo la lluvia”, un desarrollo sobre la infatuación y el coqueteo con el Valle de fondo. “Audition (The Fools Who Dream)”, es una típical canción emocional de musical, en la familia del “Tomorrow” de “Annie”, donde Stone puede pasar del susurro a la voz en cuello, y decir mucho del cuello para arriba, el cuerpo quieto.
Aportando desde afuera está “Start a Fire”, compuesta y cantada por el músico John Legend, que acá reporta con soltura como uno de los intérpretes secundarios, además de ser uno de los productores ejecutivos. Y la única referencia exterior es “Take on Me”, de A-Ha, en una escena de fiesta.
Intérpretes
Pero veníamos hablando de Gosling y Stone. Y es que sin ellos, sin su química, su densidad actoral, y al mismo tiempo sus recursos de cantantes y bailarines (no hay estallidos de virtuosismo en esos rubros, pero son eficientes y emotivos), todo este edificio se caería. Él es un actor dramático con pasta de comediante ácido (por eso pudo hacer “Blue Valentine” y “La gran apuesta”), con lo que puede construir una estampa de simpático perdedor de sonrisa estoica, encantador para el ojo de la damisela (la ficticia y la de la platea). Y ella dispone de una batería de recursos expresivos, con un rostro que llena la pantalla de belleza peculiar (los ojos grandes, el anguloso puente de la nariz, la boca ancha), con una dicción y una gestualidad que le son características (“Magia a la luz de la Luna”, “Birdman”). La historia de la pareja se puede sintetizar en tres miradas y dos mohínes (ésta es una exageración, amigo lector, no haga caso).
El resto acompaña: entre ellos Rosemarie DeWitt como Laura (amiga de Sebastian), Finn Wittrock (ex novio de Mia); como curiosidades, las presencias de J. K. Simmons (el duro profesor de “Whiplash”) en un rol paródicamente estricto, y Tom Everett Scott (aquel baterista con vocación de jazzista en “Eso que tú haces”) en un papel que no explicaremos aquí.
Pero como las grandes historias de amor, “La La Land” es un baile y una canción de a dos: los dos que forjaron el vínculo más allá de las coyunturas. Y eso, en algún lugar, dura para siempre.