La La Land

Crítica de Emiliano Andrés Cappiello - Cinemarama

Quién te quita lo bailado

Dicen por ahí que el musical está muerto. Que ahora solo queda mirar al finado de lejos, contar sus anécdotas y comentar el trabajo del embalsamador. El consenso parece ser que, como con otros géneros clásicos, el tiempo del musical es el ayer, que solo queda un recuerdo estéril. Y sin embargo se mueve.

La La Land es una película que fluctúa entre la nostalgia y la felicidad absoluta. Es un musical que respeta las reglas y formas del musical clásico, al igual que, como los musicales modernos, se pregunta cómo seguir adelante. El acto que abre la película deja bien en claro esta dualidad entre clasicismo y modernidad: por un lado evoca la grandiosidad y los colores de los musicales de la época de oro, pero a su vez los personajes no bailan realmente, sino que corren, saltan como en el parkour y andan en skate. La escena, técnicamente impecable, es una forma del director de empezar diciendo: “confíen en mí, sé lo que hago”, con un largo y complejo plano secuencia en medio de una autopista, pero que también es un primer planteo de este doble eje de un film con un pie en el pasado y otro en el presente. Las citas a otros musicales son numerosas, pero no entrometidas, guiños al pasar que no entorpecen los discursos del film.

Una de las reglas del musical que realmente cree en el género es que los momentos musicales suceden en las partes relevantes de la trama, en los nudos del relato. La novicia rebelde y Chicago, por ejemplo, son películas que rompen con esto porque no creen en el género, no usan la música más que como adorno. Todo lo importante se resuelve en escenas habladas; las canciones, desde un punto de vista narrativo, les sobran. La La Land cumple con esta regla de oro, pero además de un modo muy preciso. Las canciones solo surgen cuando los personajes están esperanzados, ya sea cuando se enamoran al costado del camino, en la primera cita en el Planetario, o cuando Mia (Emma Stone) finalmente presencia una audición con posibilidades de éxito. Para La La Land, el musical solo puede funcionar como vía de escape, como tierra de los sueños y de las fantasias. Y por eso el último número musical es la mayor de las fantasías, la de una historia sin conflictos, el refugio definitivo.

No faltó gente que acusó a la película de reaccionaria por, supuestamente, bastardear el pop. Sin embargo, caen en el error de confundir las ideas del personaje con las del film. Cuando Sebastian (Ryan Gosling) toca en una banda covers de los ‘80, el humor no proviene de burlarse de esa música (un tema incluso abre la escena mucho antes de cualquier chiste), sino de saber lo que Sebastian opina de esa música. Más adelante, cuando termina tocando en una banda popular, la canción compuesta para el film es buenísima, e incluso podemos ver como Sebastian disfruta del recital (a diferencia de la banda de covers).

No poco del encanto del film se debe a la elección del dúo protagónico. La química entre ambos, que ya habíamos visto en Loco y estúpido amor, sigue intacta. Stone, con esa mirada capaz de derretir amianto, baila y canta, llora y ríe sin errarle a una nota. Gosling, otrora intento de galán monofacético, encuentra una vez más (como el año pasado en Dos tipos peligrosos) la libertad de demostrar sus dotes para el humor. El romanticismo de Seb, su fanatismo obsesivo por el jazz, se vuelven herramientas para grandes chistes desde el gesto y entonación. La escena en la que toca “I Ran” o esa dificultad para siquiera pronunciar la frase “odias el jazz”, entre muchas otras, lo confirman como un actor con la obligación ética de dedicarse a la comedia.

Como la mayoría de los musicales, La La Land trata sobre los artistas y su relación con el arte, con el costo personal de su dedicación. Sebastian y Mia son soñadores. Ella intenta pegarla como actriz, aunque de chica soñaba también con escribir; él quiere abrir un club de jazz. Mia camina por la ciudad cuando la música de Seb la conquista, en un caso de amor a primer oído. Ambos se enamoran de la pasión del otro, mientras hablan de prevenir la muerte prematura del jazz y de las actuaciones infantiles de Mia con su tía. Toda la relación está sostenida por el amor de los dos por el arte. Su primer beso es en el Planetario, pero la cita era en el cine y solo se les ocurre ir allí después de verlo en la pantalla grande. Recién al enamorarse, ella retoma la escritura y él busca la forma práctica de alcanzar el capital necesario para el club. Cuando se distancian es porque el fracaso de la obra derrota emocionalmente a Mia y no por razones personales (ella ni le recrimina haberse perdido la función) y la posterior reconciliación consiste de Seb tratando de convencerla de volver a Los Ángeles para una audición. Sus vidas se rigen por su amor a la vocación, y por eso, finalmente, no pueden continuar como pareja. Ninguno puede ser completamente devoto al otro sin descuidar su pasión, razón por la que se enamoraron en un principio. La pareja, como el musical clásico, tuvo sus grandes momentos de gloria y ahora alcanza su final. Pero eso no significa que no haya sido hermoso, una victoria enorme digna de atesorar.

Eso es la sonrisa cómplice del último plano, la mayor sabiduría del film: el conocimiento de que el final de un viaje no borra el camino recorrido y que la felicidad, incluso cuando es fugaz, sigue siendo felicidad.