La jugada maestra

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Una mente en jaque

La vida de Bobby Fischer llevada al cine descuida al que posiblemente sea su público más fiel. Y diluye la profundidad de la historia, en medio de la guerra fría.

Hay dos tipos de público para esta película sobre Bobby Fischer. Por un lado, los amantes del ajedrez que conocen la biografía y la forma de jugar del gran ajedrecista norteamericano. Por otro lado, el resto de las personas.

Se supone que los segundos suman más que los primeros y es lógico que La jugada maestra apunte a ellos como sus eventuales espectadores.

Sin embargo, esa decisión racional se garantiza la decepción de lo que podría haber sido el público más fiel, ese que ha estudiado las partidas de Fischer y no ha dejado de asombrarse por la precisión y la agudeza de sus jugadas.

De modo que no es el Fisher del tablero el que muestra esta película, sino el Fischer de los manuales de psiquiatría.

Hay un acuerdo más o menos generalizado en que el gran campeón norteamericano sufría síndrome de Asperger y que esa condición derivó en una paranoia, ya evidente incluso en el momento en que enfrentó a Boris Spassky por el título mundial en Islandia, en 1972, cuando tenía 29 años.

En la trama de La jugada maestra, el mapa de esa mente brillante y perturbada es superpuesto al mapa político de la Guerra Fría, en uno de los períodos de máxima intensidad, a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, cuando el equilibrio de fuerzas planetario parecía estar a punto de sucumbir en un apocalipsis nuclear.

En ese sentido, la película no agrega nada a lo ya se sabía acerca de las presiones que ejerció el gobierno de los Estados Unidos para transformar a Fischer en una pieza importante de su aparato de propagada anticomunista. El mismo secretario de Estado de la época –nada menos que Henry Kissinger– lo llamó personalmente para comunicarle el significado patriótico de la partida.

Lo más interesante de esta biopic –además de las actuaciones de Tobey Maguire como Fischer y Liev Schreiber como Spassky– es la distancia clínica y la profunda comprensión histórica del director y los guionistas para exponer las características de ese tiempo conflictivo sin caer en tentaciones moralistas ni ideológicas.

Si se suman la excelente reconstrucción de época y la destreza para infundirle tensión a una serie de episodios más patéticos que dramáticos, el resultado es una buena película sólo no recomendable para los amantes obsesivos del ajedrez.