La invención de Hugo Cabret

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

EL ESLABÓN PERDIDO

El testamento cinematográfico de Scorsese llega justo a tiempo, pero sus intérpretes y destinarios hace rato que han dejado de ser inocentes.

Martin Scorsese nos tenía acostumbrados a una cinefilia escrita con sangre. ¿Qué ha sucedido, entonces, con esta nueva película? Se dirá que la vejez, una vez más, ha suavizado al autor más genial de su generación en su país. ¿Cómo es posible que de la misantropía de Taxi Driver se culmine en este cuento de cine adocenado y sentimental? Tal vez peor: Scorsese se ha spielbergizado y ha cedido, dócilmente, a esa ternura demasiado humana que sólo garantizan los alienígenas; La invención de Hugo Cabret sería su ET, en sintonía perfecta con el corazón del cine norteamericano: el encuentro con el padre o, más bien, su ausencia y la concomitante desesperación para el héroe de ocasión, un huérfano universal. Nada más alejado de la realidad.

Basada en una novela gráfica para niños de Brian Selznick, con título homónimo al de la película en su versión castellana, La invención de Hugo Cabret centra su relato en una obsesión temprana: Hugo Cabret es un niño y su padre ha muerto misteriosamente; juntos intentaban reparar un autómata, una pieza mecánica con figura de hombre y que en este caso particular podría llegar a escribir. Tal vez un mensaje tardío de su padre se revele si logra hacer funcionar al autómata; la esperanza mecanicista de Hugo tiene un objetivo preciso: conjurar el desamparo.

Destinado a vivir con su tío, encargado de los relojes de la estación de tren parisina de Montparnasse, el alcoholismo de su único pariente, siempre ausente, lo empuja a hacerse cargo del tiempo y a ser su propio tutor. No es fácil porque el guardia de la estación, con su dóberman, equipara a los expósitos con ladrones. Sin hogar, el reformatorio es un destino; son otros tiempos: 1929

A Hugo le gusta espiar. La estación es un cosmos miniaturizado y desde atrás de los inmensos relojes de la estación observa a los transeúntes, y en especial a un viejo llamado George, dueño de una juguetería y con un semblante adusto. Hay un hilo secreto y contingente que vincula al niño con ese viejo amargado, el olvidado George Méliès, el primer gran director de cine, inventor de formas, acaso el eslabón perdido entre el primer impulso cinematográfico, casi científico, de registrar el mundo y la industria del relato en imágenes y sonidos.

En ese cruce vital entre Hugo y George, Scorsese firma (y filma) su legado. En primer lugar, dosifica su erudición y sintetiza una historia del cine para todo público. Ver las dos primeras películas de los Lumière, a Harry Lloyd colgado de un reloj en El hombre mosca, a Keaton y Chaplin, entre otros, y algunas secuencias, a veces recreadas, de filmes de Méliès, en especial Viaje a la luna, constituye una doble advertencia: el cine tiene una historia y las películas (incluso en la era digital) pueden morir, perderse y quedar en el olvido, como las del propio Méliès. Se trata de una política de la memoria: restaurar y conservar para poder fijar la materia cinematográfica y saber que el cine tiene una genealogía, una historia, una escritura, un principio. En este sentido, además, Scorsese señala la relación, siempre problemática, entre el cine y la literatura. Que la nieta de Méliès ame los libros (y jamás haya ido al cine) no es un dato trivial. La clienta predilecta de la librería de la estación, administrada por el sabio Monsieur Labisse (Christopher Lee), tiene asignada una misión insustituible: señalar el instinto narrativo, esa habilidad evolutiva de la especie que consiste en fabricar relatos y exorcizar con esto la naturaleza muerta del instante y su repetición.

Esa fascinación por las máquinas (aquí el tren), los autómatas y el cine, que dan cuenta de un universo sin espíritus, es decir el asentimiento cabal y lúcido frente a una cosmología mecanicista infranqueable, encuentra en el cine un modo de resistir el costado sombrío de ese paradigma en sus propios términos. La fábrica de sueños, la emancipación de la imaginación que lleva a poner en escena un viaje a la luna o a escalar un edificio vestido de oficinista, la obstinación por contar historias de todo tipo en un par de horas, es una estrategia de disimulo (y un acto de creación ligado a la mecánica): existe una falla y debemos repararla, y lo que se sugiere aquí es que el cine es un noble y gran embuste con el que corregimos a medias un desperfecto mecánico entre nosotros y todo lo que nos rodea. De allí la relación de Méliès con la magia, lo que Scorsese incluye en un segmento clave en el que se repasa a través de un flashback didáctico cómo el mago se convirtió en cineasta. Y una hipótesis más se tendrá en cuenta: la relación de los mecanismos de la psiquis y el trabajo onírico como reparación de la trama simbólica ligados casi naturalmente a los mecanismos del cine. Dos secuencias oníricas, ejemplos elegantes de puesta en abismo, se construyen a partir de un posible choque entre la máquina y un cuerpo o, directamente, el cuerpo que deviene en máquina.

Tal vez el antecedente de La invención de Hugo Cabret habría que buscarlo en Kundun, su biopic sobre el Dalai Lama, y uno de sus filmes más menospreciados. Aquel film no era en 3D, pero, sin duda, el formalismo de Scorsese, intentando, entre otras cosas, imitar la percepción budista del mundo, se desplegaba en varias direcciones insólitas; además, aunque no lo parezca el Dalai Lama era un cinéfilo y amaba las películas mudas. Pero hay algo aquí que no se debe desdeñar. Más que nunca, el medio es el mensaje. ¿Por qué en 3D? Sin duda, porque el imperativo de la industria, que olvidó hace más de medio siglo a Méliès, obliga al cine estereoscópico digital, y los cineastas acatan sin pensar en la forma, resolviéndolo todo a golpes de efectos.

Scorsese responde a esto de varias maneras. El primer plano de un dóberman y la subjetiva del perro corriendo por la estación son modalidades ingeniosas para estimular el goce de la percepción, al igual que el lento movimiento del rostro de Sacha Baron Cohen literalmente saliendo de la pantalla para posicionarse casi frente a nosotros (una dimensión conocida del dispositivo, pero aún explorada con pereza). Scorsese parece comportarse como sus colegas, pero no del todo: piensa la técnica y la conquista en su propia lengua, más bien pronuncia un dialecto. Así como Wenders descubría, en su sobrevaluada Pina, cómo dar cuenta del volumen del cuerpo humano en movimiento al ras del piso, Scorsese identifica una modalidad de registro del rostro de los hombres. Hay algo novedoso en cómo Scorsese mide la distancia para encuadrar a sus intérpretes. El extenso travelling digitalizado del comienzo finaliza en el rostro de Hugo, y de allí en adelante los planos generales –a veces concebidos en picado (en la habitación de Méliès antes de abrir una caja prohibida atestada de recuerdos), o cenitales (en la librería)– y los primerísimos planos del rostro se van alternando. Se trata una vez más de un llamamiento al costado perceptivo del cine, o cómo el cine ha delineado y alterado nuestro modo de mirar. En ese vaivén Scorsese parece estar buscando algo y, sin que quede del todo explícito, una vez más supedita el medio a una forma. El modo como Scorsese concibe la profundidad de campo es aún menos evidente. En general, cuando el niño espía la vida de la estación se pone en juego la extensión del espacio. Esta dimensión clave y potencial en el uso del 3D adquiere mayor protagonismo cuando Scorsese recrea algunas escenas de Méliès, como si estuviera sugiriendo en esta yuxtaposición que el secreto del dispositivo consiste no tanto en la gloria mecánica de la técnica sino en cómo se traduce en un lenguaje específico. Es que los antepasados, los Méliès, los Renoir, los Ivens, ya filmaban en 3D, y de eso se trata: establecer un lazo entre el pasado del cine y su devenir digital estereoscópico. Por otro lado, nosotros, los espectadores que ya no esperamos sorpresas frente a la pantalla (bastó uno o dos años para que el 3D se naturalizara), gracias al 3D quedamos sorprendidos de cómo nuestros ancestros, no mucho tiempo atrás, se asustaban frente a un tren que parecía venirles encima. La famosa secuencia del tren llegando a la estación de Ciotat de la segunda película de los hermanos Lumiére, que en el filme se incluye como escena fundacional y mítica en el momento que sucede por primera vez y los espectadores se asustan, al verla (y vivirla) en tres dimensiones, de algún modo nos permite debilitar la brecha entre un espectador pretérito que ya no existe y un espectador consumado, nosotros, que ni siquiera reacciona plenamente frente a los objetos y sujetos que se escapan de la pantalla.

A riesgo de ser confundido con un cineasta académico y sensiblero, Scorsese apuesta todo. Filmar el asombro, una experiencia ya desaparecida frente a las imágenes, es casi imposible. Pero no del todo: La invención de Hugo Cabret es la proeza de invocar la prístina experiencia de mirar en una pantalla el mundo en movimiento.