La invención de Hugo Cabret

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

Atractivo homenaje al cine primitivo

Tarda en arrancar y da muchas vueltas, pero termina bien, tiene su emoción, buen uso del 3D y un especial olorcito a Oscar esta aventura melancólica ideal para niños grandes, conozcan o no la obra del personaje real que la inspira. Por supuesto, los conocedores la disfrutarán con más ganas.

La acción, con algo de fábula, transcurre en Montparnasse, 1931. Entre los enormes relojes de la estación ferroviaria, acechado por el inspector que quiere llevarlo al orfanato, vive un pibe cuyo único tesoro es un muñeco autómata que comenzó su padre. Ahora quiere arreglar y completar su mecanismo. Así es como (de la peor manera) conoce al viejo que atiende un kiosko de caramelos y juguetes, y a su ahijada. Ella le enseña unas cosas, él otras, y cuando el muñeco está listo se llevan una sorpresa, porque, con ayuda indirecta de dos conocedores, descubren que el viejo fue un genio exitosísimo, al que ahora muchos daban por muerto, y que ni él ni su esposa quieren recordar los tiempos de gloria.

Con ese esquema propio de cuento fantástico, o de cuento de iniciación con buena pintura del alma humana, Brian Selznick hizo un libro ilustrado para niños. Martín Scorsese lo leyó con su hija menor, y lo llevó al cine. O, visto de otra forma, lo devolvió al cine. Porque el viejo se llama Georges Mélies. Y es linda la segunda parte de la obra, y bien matizada con fragmentos de, entre otras, «El viaje a la luna», «El reino de las hadas», «El melómano», «Carabusse», y, de paso, «El hombre mosca», con Harold Lloyd, y «La llegada del tren a La Ciotat», que encuadrada en 3D nos hace entender un poco la sensación que habrán tenido los primeros espectadores del cine (eso que la vieron en pantalla plana, sin colores ni sonido).

La película luce una estética digital moderna, el autómata tiene una forma inverosímil para la época, lo de Mélies va en versión libre, etc., pero igual es un lindo homenaje al cine primitivo, y a tantas personas brillantes que terminan olvidadas. Para ellas también es este cuento desparejo pero muy agradable donde, para mayor placer, las generaciones se unen, la gente es agradecida, y nadie es tan malo como parece, ni siquiera el inspector que persigue al huerfanito. Todos en tren al Oscar.

Postdata para interesados. Mélies, máximo productor y artista en 1903, quebró y se redujo a simple kioskero en 1923. Allí lo descubrió en 1928 León Druhot, director de «Cine-Journal». Le armaron un homenaje en la gran sala Pleyel, Louis Lumiere le dio la Legión de Honor, etc, y en 1932 lo llevaron con esposa y nieta al asilo de artistas de Orly. Cuando murió en 1938 había vuelto a ser olvidado.

Dos cortos evocan esa época silenciosa en Montparnasse: «El gran Mélies», de Georges Franju, que iba a visitarlo al asilo, y «Pamplinas», de Javier Garrido, Argentina, que culmina diciendo «Entre 1896 y 1913 hizo cerca de 500 maravillas. Después se puso un kiosco». Qué tanta lástima.