La invención de Hugo Cabret

Crítica de María Victoria Vázquez - El Espectador Avezado

Hugo Cabret tiene 12 años y es huérfano. Vive en unos cuartos olvidados en una estación de tren de París, y, fiel al oficio de su familia paterna, es quien se encarga de mantener a los relojes de la estación funcionando. Su discreta existencia es descubierta por un viejito del puesto de reparación de juguetes, a quien hace tiempo que Hugo viene robando.
Cuando lo detiene, el señor le pide que le entregue todo lo que tiene en los bolsillos: para su sorpresa, piezas metálicas y engranajes. Y en el otro bolsillo, una libretita con dibujos, esquemas e indicaciones, que parecen trastornar al hombre, que no se la devuelve, a pesar de los ruegos del chico.
En su afán por recuperar esa libreta, Hugo (Asa Butterfield) se hace amigo de la ahijada del viejo, Isabelle, junto a quien descubrirá que ese ser arisco y amargado es, nada más y nada menos, que el “cinemago” Georges Méliès.
La película, adaptación de la novela homónima de Brian Selznik, nos muestra el camino de Hugo para recuperar ese objeto que es más que una libreta, es la llave al funcionamiento del “autómata”, el artefacto que estaban intentando reparar con su padre, cuando éste murió. Hugo entonces, se aferra al ser metálico como lo último que tiene de una familia de verdad. Las peripecias incluyen enseñarle a Isabelle de qué se trata el cine (su padrino ha cuidado mucho que ella no viera jamás una película), y la “reparación” de Méliès, a quien Hugo considera otra máquina rota, porque “no hace lo que se supone que tiene que hacer”.
Hay una secuencia maravillosa en la película, cuando Hugo e Isabelle van a la biblioteca de la Academia de Cine, y, asesorados por el librero de la estación (Christopher Lee), encuentran un libro sobre la historia de la industria. Aquí Scorsese se preocupó no sólo de mostrarnos las fotos de las películas nombradas, sino de editarlas para que podamos ver la entrada del tren a la estación en la pantalla grande, como en 1895. En un compilado que me recordó al de los besos prohibidos de Cinema Paradiso, se ven películas, actores, escenas desde los comienzos del cine hasta ese momento (fines de los años ’20, principios de los ‘30).
Algunas de esas escenas serán “revividas” por Hugo en distintas situaciones, reales u oníricas (también remitiendo a Méliés: “si te preguntás de dónde salen tus sueños, bueno, yo los fabrico”). Tal vez las elegidas sean algunas de las más obvias, entiendo que tal vez haya sido a propósito para no dejar afuera al público no experto en cine.

La intención, entonces, es clara: homenajear a la invención del cine, a través de los últimos años de uno de sus pioneros, George Méliès (interpretado por Ben Kingsley). La historia está basada en la vida real del cineasta, y sus invenciones, con la excusa de la aparición de Hugo como hilo narrativo.
La película remite a la presencia del cine en la vida. Desde su privilegiada ubicación en lo alto de la torre del reloj de la estación, Hugo observa todo lo que sucede abajo como si fueran películas. Películas mudas, claro. En las que a veces se suceden gags como en las comedias de slapsticks. Y donde también a veces, ocurren los finales felices.
El aspecto más maravilloso para encuadrar esta historia es la dirección de arte (a cargo de Dante Ferreti). Como en Pandillas de Nueva York, Martin Scorsese eligió para la ambientación de una ciudad en el pasado una paleta de colores especial. Sobresalen los ocres, marrones y dorados, y algo de azul oscuro y apagado, que por oposición destacan tan fuertemente el uniforme turquesa brillante del inspector de la estación (Sacha Baron Cohen), que hizo de la persecución de huérfanos, por ende de Hugo, la misión de su vida.
Sin embargo a diferencia de Pandillas, donde el efecto era casi árido, de una ciudad apenas en principios de desarrollo, en esta ocasión, París queda irreal, ideal, bellísima. La representación histórica está más que cuidada, y muchos objetos (los juguetes del puesto, las cámaras de cine, los engranajes de los relojes) mostrados con tal delicadeza, que resultan en una gran belleza visual, que supo ser bien aprovechada en la versión 3D, una de las que mejor maneja el recurso, creando un increíble efecto de profundidad (no es tanto que los objetos salen hacia afuera, como se está viendo mucho, sino más bien es el espectador quien se introduce en la imagen).
El punto flojo de la historia es que al principio parece como si le costara arrancar, la introducción se hace bastante lenta. Y luego, por momentos, se vuelve algo reiterativa: la reticencia del viejo, las corridas para escapar del Inspector, tal vez no era necesario prolongar tanto la película por ese lado.
Creo que todos los que nos apasionamos con el cine salimos de la sala emocionados, no tanto por el relato en sí, sino por ese agregado que tiene como homenaje: las secuencias de películas viejas, los recuerdos de las hazañas de los pioneros, la expresión en el rostro de Isabelle cuando ve la primera película de su vida. Como tal vez fue la expresión de cada uno de nosotros, cuando alguien nos sentó en una sala oscura, con una maravillosa historia para ver, y, aún sin decirlo, nos abrió las puertas para comenzar a soñar.