La invención de Hugo Cabret

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

En busca de la fábrica de los sueños

Martin Scorsese es conocido como uno de los grandes luchadores por la conservación y restauración de las grandes y pequeñas obras de la historia del cine. Del cual además siempre fue un estudioso: junto con sus amigos Steven Spielberg y George Lucas integran la primera generación de realizadores hollywoodenses formados en escuelas de cine, conocedores por igual de las obras de Godard, Griffith, Murnau y, ya que viene al caso, Georges Méliès.

Así que de algún modo en “La invención de Hugo Cabret” (“Hugo”) se haya uno de sus grandes gustos: tributar a un pionero del cine, a uno de los primeros que vio el potencial del invento de los Lumiére para desarrollar una nueva forma de magia, un lugar donde se inventen los sueños de miles. Quizás por esto (y para hacer una película que pueda ver su hija menor, tal como ha dicho riéndose) decidió llevar a la pantalla la adaptación que John Logan hizo del libro de Brian Selznick “The Invention of Hugo Cabret”.

Y para sorpresa de muchos, se animó al 3D, una tecnología sobreexplotada por el cine más comercial (y a veces con resultados poco convincentes). Sin embargo, como Tim Burton en “Alicia en el País de la Maravillas” logra sacarle al recurso el mejor lucimiento para la estética propuesta, y además honra la memoria del homenajeado de la historia, siempre a la vanguardia de la experimentación técnica.

El relato

La historia cuenta sobre Hugo, un huérfano que como otros sobrevive en la estación de trenes de Montparnasse, robando aquí y allá en algunos puestos de la gare, con la diferencia de que (aunque nadie lo sabe) es el encargado de hacer funcionar todos los relojes de la terminal. Todos creen que esa tarea la sigue cumpliendo el borracho de su tío Claude, que un día lo abandonó allí, luego de hacerse cargo de él tras la muerte de su padre (de la muerte de la madre no se habla mucho).

Lo único que le queda de su padre es el oficio de relojero y un autómata a medio reparar, un hombrecito mecánico de cara triste que supuestamente tiene la habilidad de escribir. Repararlo es para Hugo obtener algún tipo de compañía, y la posibilidad de un postrer mensaje de su padre.

En su búsqueda de piezas de repuesto, chocará con un oscuro juguetero que tiene su tienda en la estación, que tiene muchos secretos, empezando por una conexión con el autómata. A partir de allí, Hugo comenzará a desentrañar la cadena de misterios, de la mano (literalmente) de la ahijada del hombre, Isabelle.

Luces y sombras

La experiencia le da a Scorsese la oportunidad de jugar un poco a ser otro sin dejar de ser él mismo. Si en “La isla siniestra” se animó a montar su propia versión de la fuga psicogénica que animó la última (abstrusa) trilogía de David Lynch, en el presente trabajo hay cierto sabor al ya mencionado Tim Burton: hay un huérfano de cara tierna, un inventor misterioso, una damisela impúber, un inspector imposible, escenarios opresivos llenos de vapor, muchos mecanismos de relojería, y una fotografía que juega con colores hiperrealistas y reflejos forzados (el reloj de la estación en el ojo de Méliès, por ejemplo), detalles estos últimos que ganan con el 3D. Quizás por todo esto Johnny Depp (uno de los fetiches de Burton, junto con su esposa Helena Bonham Carter) es uno de los productores del filme.

Y por supuesto (y para regodeo del director) están los fragmentos de los filmes de Méliès (también los habrá de otros referentes del cine mudo), con toda su belleza arcaica y su estética particular, que luego Scorsese recrea a la hora de narrar las filmaciones.

Por lo demás, hay un despliegue visual que se esfuerza en retratar la París de los ‘30 (a vuelo de pájaro), las particularidades de los recovecos de la estación como un microcosmos (en el que Django Reinhardt puede lucirse con algunos tangos), y apuesta a los rostros y las expresiones de unos actores que soportan holgadamente los primeros planos.

Los rostros

El hallazgo indispensable para que una película como ésta funcione es el niño protagonista, y Asa Butterfield cumple con creces, con sus ojos celestes y su cara de “yo no fui”, que puede convertirse en un generador de pena en instantes. Por supuesto, el mismo casting encontró su contraparte en la Isabelle de Chloë Grace Moretz, un interesante hallazgo al estilo Emma Watson (inexplicablemente, siendo americana, y siendo una francesa, habla aquí con algo de acento británico).111

Viene aquí el lugar de los actores mayores. Y por supuesto es Ben Kingsley quien da una cátedra de actuación, componiendo a ese complejo Méliès, atormentado por el pasado, el juguetero hosco, y a la vez ser el mago radiante de los flashbacks: tampoco funcionaría mucho este filme sin un actor de su descomunal talla.

El resto del elenco incluye a un moderado Sacha Baron Cohen, que construye sin excesos a un personaje de cuento (el inspector de la estación) pero con un dejo de humanidad (la escena “romántica” con Lisette es de una profundidad que hay que saber apreciar); a una tierna Helen McCrory, como “Mama Jeanne”, la esposa del cineasta; y la breve pero correcta aparición a cartel francés de Jude Law, como el padre de Hugo.

Entre los secundarios, está un pulcro Michael Stuhlbarg como René Tabard, académico del cine y admirador de Méliès, la bondadosa Lisette forjada por Emily Mortimer y la maestría sutil de Christopher Lee como el librero Monsieur Labisse. También hay un lugar para dos veteranos actores británicos como son Frances de la Tour (Madame Emilie) y Richard Griffiths (Monsieur Frick), con su propio juego de afectos distantes.

La magia

Resulta interesante que dos de las grandes competidoras en la próxima entrega de los Oscar sean una película francesa sobre el antiguo cine estadounidense (“El artista”, de Michel Hazanavicius) y una película estadounidense sobre el antiguo cine francés (la que nos ocupa). Y tal vez sea importante que el cine vuelva sobre sí mismo, sobre aquellos tiempos en que no se encontraba tan atrapado entre la megaindustria y el Arte con mayúsculas: aquellos tiempos en que era una novedad, una magia de celuloide, una fábrica de sueños.