La invención de Hugo Cabret

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Madadayo

Debo confesar que nunca fui un gran defensor, por no decir un gran detractor, de los avances tecnológicos en el cine cuando estos eran/son utilizados sólo como soporte de promoción y venta de un producto que debería mostrar cualidades de otra naturaleza. Posiblemente más cercana al arte.

En este rubro me daba la sensación que la nueva vedette de la cinematografía, el tan mentado 3D, cumplía a rajatabla con esa premisa que tanto me molestaba particularmente, sobre todo cuando iba en detrimento de una elaboración más acabada y profunda de la verdadera chispa o hálito de vida de la cinematografía que es el guión.

Como decía el Gran Akira Kurosawa, “...es factible hacer una mala película de un buen guión, pero es imposible hacer una buena de un mal guión…”

Pero en ese camino del puro esteticismo vacuo circulaba el 3D. Tuvieron que aparecer grandes autores para demostrar que es posible utilizar los adelantos técnicos en el aprovechamiento total del producto, sin descartar sus posibilidades su función artística. Así es que, primero fue Wim Wenders con su espectacular “Pina” (2011) quien demostró como es posible utilizar el 3D en privilegio claramente discursivo-estético de la construcción de una imagen. Luego Werner Herzog nos dio un excelente ejemplo con “La cueva de los sueños olvidados”, toda una lección de cine, y de utilización del 3D en función narrativa y constructiva del relato, sin dejar de lado lo ideológico y lo estético, utilizándolo a favor del objeto mismo del conocimiento, de manera similar a lo que querían mostrar las pinturas rupestres y la técnica utilizada por aquellos primeros artistas plásticos.

Ahora le llego el turno a otro de los grandes, Martín Scorsese, de hacer uso y docencia de cómo llevar cuestiones técnicas al rango de rentabilidad artística. Entonces surge la primera pregunta en relación a la elección de filmar en 3D, o no.

Scorsese no sólo conjuga a la perfección los parámetros descriptos y enseñados por Wenders y Herzog sino que más allá, le agrega además un, o varios, plus a su favor.

El primero, es en relación a su sabida cinefilia, ese mismo amor que lo llevo a elegir ser realizador cinematográfico y encontró en este texto la forma de homenajear a muchos de sus productores de “sueños”.

Es así que los espectadores de “La invención de HugoCabret” tendrán la oportunidad de ver a Harold Lloyd, a Max Linder, o al mismísimo Buster Keaton en formato digital 3D, entre muchas otras joyitas que van constituyendo al filme desde un gran homenaje en una pequeña obra maestra.

En esta realización, el autor de “Taxi Driver” (1976), cambia de rumbo, deja de lado aquellos que lo sumo al Olimpo de los grandes directores para realizar un filme para toda la familia.

La historia, basada en el texto de Brian Selznik, narra la historia de un niño huérfano, de profesión relojero, heredado de las enseñanzas de su padre, que termina viviendo, por avatares del destino, en la estación de tren de Montparnasse, donde se hizo cargo de mantener en funcionamiento los relojes de la terminal.

Pero él tiene una obsesión, quiere hacer funcionar un muñeco mecánico muy deteriorado e inconcluso sobre el cual había observado trabajar a su padre hasta su fallecimiento ¿Una forma de reparar la perdida? Para ello debía reemplazar los elementos rotos, y estos los encontraría entre los juguetes del comercio dedicado a esa actividad en la estación de tren. Robaba juguetes para desarmarlos y utilizar las piezas necesarias.

En ese continuo deambular por la estación Hugo Cabret (Asa Butterfield) conoce a Isabelle (Chloe Grace Moretz), la nieta de George (Ben Kingsley), el juguetero al que Hugo le “roba” un juguete cada vez que pude. Situación en la que al ser descubierto es perseguido por el policía de seguridad de la estación (Sacha Barón Cohen), quien a su vez esta perdidamente enamorado de Lisette (Emily Mortimer), la florista del lugar.

Y como en el cine nada es casual, menos aún la inclusión de estos personajes y su forma de presentarlos y describirlos, se podría decir que a través del policía Martín Scorsese podría estar citando a Max Senett desde la imagen, o a Chaplin desde las acciones, pero es indudable que el personaje de Lisette es una clara alusión al personaje femenino de “Luces de la Ciudad” (1930) de Charles Chaplin.

En este sentido la lista de homenajes va teniendo forma de preservación de un cine que se esta olvidando, situación contra la cual pone mucho empeño el director ítaloamericano, ya sea como patrocinador de organizaciones que se dedican al cuidado, restauración y preservación del material fílmico, como desde su propio accionar investigativo.

Es en este punto es en que al igual que Woody Allen en “Medianoche en Paris” (2011) vela por el bien de la cultura contra el olvido y se terminan incluyendo ellos mismos, algo así como dijeran no nos olviden, aunque por lo visto Scorsese intenta emular la profesor de la película de Kurosawa, que cuando le preguntaban cuando se retiraría contestaba Madadayo, es decir “todavía no”.

Volviendo a la historia que narra la producción en cuestión, Hugo es lo más parecido a un personaje salido de alguna novela de Charles Dickens, sea Oliver Twist o David Copperfield, en realidad todo el filme transpira al novelista ingles.

Contar demasiado respecto de la trama siempre es un pecado, pero digamos que se podría justificar el título con el que se estrena en estas playas (originalmente se llama sólo “Hugo”), o sea “La invención de Hugo Cabret”, hace alusión directa a que éste personaje dicksoniano por antonomasia, se inventa a si mismo, y en ese inventarse, descubre que ese viejo juguetero con rostro malvado, es nada más ni menos que George Méliès, el creador del espectáculo cinematográfico.

Deteniéndonos un instante para presentar al personaje George Méliès, no es el único que existió en la vida real al que se alude en la trama, también lo son su mujer y su nieta. Habiendo sido un hombre rico, cae en desgracia y pierde su fortuna. Estaba transcurriendo la última etapa de su existencia, en la década del 20, olvidado y atendiendo un local de juguetería (en la realidad había sido un quisco de golosinas) que su segunda esposa tenía dentro de la estación, lugar donde es redescubierto en 1928 por León Druhot, director de la publicación “Cinema Journal”.

Pero antes, mucho antes, en 1896, según el texto de Manuel Villegas López, en una tarde como cualquier otra, a Méliès se le revela accidentalmente lo que sería el origen del trucaje en el cine. Mientras filmaba en la Plaza de La Opera se traba la cámara, y en el tiempo que le demoró destrabarla para retomar el rodaje el transito callejero continúo su natural circulación. Cuando revela el material descubre, con natural sorpresa, que bruscamente un ómnibus Madeleine-Bastilla se transforma en un carruaje fúnebre. He aquí el segundo truco, y primer FX, en la historia del cine (el primero data de 1895, cuando Lumiére proyecta “La reconstrucción de un muro”, mediante el rebobinado invertido). La posibilidad descubierta por Méliès, en manos de ese gran mago del cine, da lugar a que semanas más tarde, empleando ese efecto, presente “La dama desaparece”, efecto al que desde entonces se reconoce como “truco de sustitución”, que hoy se sigue utilizando perfeccionado por las nuevas técnicas.

Todo lo que se muestra en esta superproducción esta puesto en función del proyecto, lo que termina produciendo un filme estéticamente muy bello, eso gracias a la dirección de arte, principalmente a la delicada forma de iluminar en tonos pasteles del director de fotografía de Robert Richardson (“Bastardos Sin Gloria”, 2009), quien podría haber cruzado la delgada línea entre trabajar desde la empatía en relación a la historia, tal como lo logra, o convertir a la misma en un texto lúgubre.

Lo mismo ocurre con el diseño de sonido, o más específicamente la música de Howard Shore (“Promesas del Este”, 2007), que constituye un acompañamiento sutil de la imagen, fundida en una rica banda de sonido, transformándose, aunque no lo sea, en diegetica, es decir relativa a la historia, lo que termina por instalarse a partir del montaje, clásico pero eficaz.

Todo se encuentra sustentado principalmente por las excelentes actuaciones, desde el gran Ben Kingsley, quien se torna extremadamente parecido al verdadero Méliès, o el gran despliegue físico e histriónico de Sacha Cohen en el personaje entre perdedor y antihéroe del policía, hasta la florista pero, destacándose particularmente los adolescentes Asa y Chloe. Lo que termina por conformar un filme cautivante, emotivo, por momentos en tono de comedia, poético, subyugante.

Todo esto lleva a hacerme pensar en esa primera pregunta que me hacia, ¿Por qué en 3D? Si bien el interrogante ya está respondido en parte al comienzo de la crítica, quedaba un plus explicativo.

Nadie podría afirmar que sin Méliès los efectos especiales en cine no existirían, si puedo confirmar mi teoría que se hubiesen demorado un poco más entonces la utilización de ese recurso (el 3D) termina a la sazón siendo en forma prioritaria, un homenaje en si mismo, a George Méliès, el primer gran mago del cine, el padre de los efectos especiales en ese arte que comenzaba a nacer, y del cual Scorsese es uno de sus grandes hacedores modernos.

(*) Realizada por Akira Kurusawa, en 1993.