La invención de Hugo Cabret

Crítica de Federico Rubini - Cinematografobia

EN DONDE SE FABRICAN LOS SUEÑOS
El cine según Scorsese

O de cómo Martin nos engañó a todos.
No hace falta decir lo que significa Scorsese para el cine y el cine para Scorsese. Se trata de una de las grandes personalidades del cine norteamericano, uno de los miembros de aquella gran camada- los hijos de la guerra- que tomaron al séptimo arte por las astas y lo llevaron a uno de sus máximos niveles en la década de los '70. Es uno de los pocos directores de cine actuales que puede darse el placer de contar con un presupuesto de 170 millones de dólares y hacer una película íntima, personal por donde se la mire, plagada de referencias al cine y a su propia vida. Lo que podría aparentar en primera instancia ser una película "familiera" y de entretenimiento resulta ser otra cosa, casi un testamento de vida- una distinta clase de espectáculo. Mago, ilusionista, artífice, llámeselo como se quiera. Porque el cine es magia y la magia es arte, y nadie mejor que Scorsese para mostrarnos eso, nadie más apropiado que la cabeza detrás de clásicos como lo son Calles Salvajes, Taxi Driver, Toro Salvaje, Buenos Muchachos. Y para esto, para mostrarnos qué entiende él por cine, utiliza como medio a uno de sus padres y (claro está una vez terminado el film), grandes ídolos: Georges Méliès.
Tomado de la novela "La invención de Hugo Cabret", de Brian Selznick, el relato se centra en la historia de un joven huérfano que vive en una estación de trenes, encargándose del mantenimiento de todos los relojes de la estación, legado de su difunto padre y de su tío, ambos relojeros. Este protagonista vive entre las paredes, en estructuras subterráneas y dentro de las torres de relojes que se yerguen dentro y sobre la estación, de cara a un París fantasioso y melancólico de fines de la década del '20. Hugo (con notables similitudes con Quasimodo, el jorobado de Nôtre Dame- atenti a su nombre, posible alusión a Víctor Hugo) posee una notable destreza para arreglar cualquier mecanismo y una obsesión por conseguir las distintas piezas (incluída una llave con forma de corazón) que le faltan para arreglar un misterioso autómata, recuerdo de su padre. Así, entre engranajes y máquinas en continuo movimiento, el protagonista (nosotros) observa(mos) detenidamente a cada personaje de la estación- en secuencias con reminiscencias de La Ventana Indiscreta, de Hitchcock-, quienes se nos presentan a través del lente deformante de la percepción de un niño, es decir, exagerados, casi caricaturescos, con rasgos sumamente distintivos. Este acto de observar está continuamente resaltado por diversas y reiteradas tomas en las que se recurre al plano detalle de los ojos de Hugo, siempre observando a traves de relojes y de diversos mecanismos, con los movimientos de los engranajes remitiendo a la continua obturación de una cámara cinematográfica reflejados sobre su rostro. Así, en esta suerte de panóptico, diversas situaciones se nos presentan, y de esa manera nos ubicamos en el punto de vista del niño, por lo que todo el relato adopta, ya desde el comienzo, una textura inocente y naif.

Hugo Cabret (Asa Butterfield) intenta a toda costa arreglar al autómata, el único recuerdo de su padre.
Hay diversos elementos que hacen que la trama y la historia funcionen, no sin caer en clichés sino logrando aprovechar varios de los temas que vemos en el film (la relación de padre/hijo y la orfandad, por sobre todas las cosas). Hacen a la historia y al relato; logra que sean necesarios. En primer lugar, el espacio de la estación como lugar de gran parte de la acción es majestuoso y complejo. Su inmensa cantidad de maquinarias, pasadizos, y engranajes metálicos funcionan casi como un autómata gigante y como metáfora de que la vida se rige por estos mecanismos, de que mientras que Hugo continúe aceitando y dando cuerda a los diversos aparatejos entonces todos seguirán su rumbo, algunos corriendo algún tren, otros bajando de alguno. Una gran masa de gente caminando por distintas plataformas con un aparente destino, sin notar, siquiera por un instante, la acción de Hugo. De hecho, el único momento en el que el guardia de la estación (un gran personaje caricaturesco interpretado por el imprevisible Sacha Baron Cohen) nota la ausencia del tío Claude es cuando uno de los relojes se detiene. Allí, en ese instante en que la vida (de la estación) parece detenerse porque su alma (el reloj) no funciona, es cuando se hace notoria esta ausencia. En este espacio, a su vez, Scorsese tiene la habilidad de implantar, casi a escondidas, a diversos personajes famosos de la historia mundial. Así, podemos ver a Django Reinhardt tocando la guitarra en un bar de la estación, a James Joyce con sus inconfundibles anteojos y a Winston Churchill entre la multitud. Funciona casi como único escenario; de hecho, casi no existe el afuera. El afuera es frío, es oscuridad. Hugo va de la estación a la casa de Méliès, siguiéndolo por calles cerradas y sofocantes, con sus pantalones cortos. Parece que va a morir del frío. A la estación y a la casa de Méliès se le suma la biblioteca, resguardada por nada menos que Christopher Lee (el inmortal). Así, en esos tres interiores es en donde transcurre la mayor parte del relato, y el afuera se hace presente en aisladas ocasiones, siempre con las mismas características: oscuridad y frío. La ciudad de París es vista por Hugo protegido detrás del vidrio de un enorme reloj, en donde el frío no se siente y la ciudad se encuentra iluminada por los autos que transitan las calles; se trata de un espectador constante, un voyeur de los clásicos.
Otro rasgo distintivo que me parece determinante en este film, alejándonos de la puesta en escena y acercándonos más al guión, es la oposición de visiones. Esta característica es la que lo convierte en un film complejo, a pesar de parecer simple. Se trata de una narrativa de constantes y certeras contradicciones. Desde lo formal ya es evidente un rasgo de la película: el uso del 3D. ¿Cómo hacer que un film cuyo tema central es hacer un homenaje nostálgico a los inicios del cine congenie con el uso de una técnica que fue estandarizada tan recientemente, y que hoy en día viene incluido dentro de cualquier paquete de acción pochoclero? Scorsese sabe lo que hace. En un momento de la película, uno de los personajes se detiene a contar la conocida anécdota de la proyección de La llegada del tren de los hermanos Lumière: la gente de ese entonces, al ver al tren dirigiéndose hacia la cámara, se espantó terriblemente porque pensaron que el tren se los iba a llevar por delante. En este caso, el tren casi nos lleva puestos literalmente, gracias al excelente uso del 3D, no sólo por su gran factura técnica, sino por su adecuación y congeniación con el guión. Otra oposición de las que hablamos se encuentra en el corazón del film: al verlo, no podemos menos que tener sensaciones diversas. Por un lado, el relato tiene un tratamiento, como dijimos con anterioridad, que destaca la visión del niño, tanto en las situaciones como en los personajes. No podría ser más clásico. Así, nos sumergimos en un universo dickensiano hasta la médula en el que conviven el amor y la violencia. Pero en la otra mano, es una película muy madura, realizada por alguien que sabe de lo que habla. Quizás, contra todas sus apariencias, una de las más maduras de Scorsese, y sin lugar a dudas la más personal. Es decir, dudo seriamente que Scorsese hubiera querido hacer este film hace veinte años. En lo que respecta a los rasgos formales del film, se destaca principalmente la fotografía; la composición de cuadro es sumamente compleja y vistosa, y los planos secuencia (ya una marca de autor en las películas de Scorsese) son sumamente elaborados, ensalzados aquí por la maestría con la que está manejado el 3D.

Los engranajes y las máquinas son una presencia constante en el film.
Grandes actuaciones de todos los involucrados, en particular del joven Hugo, Asa Butterfield, y, en contraposición, del gran Ben Kingsley, un actor que logra que todos los papeles que realiza parezcan hechos para él. En este caso, dejando de lado el parecido físico con el auténtico Méliès, su labor es perfecta. En todo el primer tramo del film, su mirada destila una mezcla de pena, resentimiento y olvido, todo eso con un solo movimiento de ojos. Luego, su evolución es notoria. Aquello que no quería recordar vuelve a él, y se alza como quien verdaderamente es. Un mago. Como Scorsese. Un verdadero ilusionista. Porque el detalle que hace que Hugo no sea una película más, es su característica de espectáculo. Al comienzo de este análisis mencionaba que este film era todo menos uno familiero y de entretenimiento. Scorsese mismo mencionó en una entrevista que, a su parecer, la única película de su factoría que tiene una trama es Los Infiltrados. Creo entender a qué se refiere. Muchas veces los personajes de sus películas divagan entre una serie de situaciones, o incluso se encuentran rodeados de hechos que les son ajenos y de los que no pueden escapar. El caso de Hugo es distinto, pero no es muy lejano. Es más una sensación lo que mueve al film, una pulsión constante que no recae en mecanismos narrativos sino en una convicción: la certeza de que no hay ni habrá jamás nada tan mágico como el cine. Este amor pasional que nos transmite Scorsese se ve claramente en la cantidad de material original de Méliès que incluyó en el corte final (hay un momento en el que la película roza el documental). Son artificios los que nos muestra, todo el film se erige como un gran espectáculo circense. Y la noción de fantasía, de ilusión, que tiñe a todo el film se ve resaltada innumerables veces, porque eso es lo que, me atrevo a decir, le importa al director. Demostrar que saber el truco no basta para que la magia deje de fascinar.

Ben Kingsley encarna con mano maestra a Georges Méliès, uno de los padres del cine tal como lo conocemos.
Y así, nadie podría filmar la juguetería de Méliès como lo hace Scorsese. Se mete dentro de la misma y se ocupa de crear, de la nada (de la galera), un espacio tan lleno de sensaciones y de nostalgia que parece ser el lugar de la infancia de todos nosotros. La conciencia de origen del cine y de su esencia, la desmitificación de un arte que los tiempos han convertido en "inalcanzable" y la invitación a que veamos cuál es la verdadera esencia de esto que llamamos cine. Entre mecanismos y engranajes que funcionan como un gigante cinematógrafo, Scorsese no deja de hablar ni un segundo sobre el cine, no quita la lupa de esa condición mecánica del séptimo arte y de cómo, a través de los ojos, a través del mirar, ese acto mecánico y aparentemente carente de vida se transforma en algo más. Ilusión o magia verdadera, nada de eso nos importa. No estamos buscando las costuras, sólo queremos sorprendernos, entusiasmarnos. Quizás por eso es tan emocionante ver a Méliès, casi como un niño, creando ilusiones con su cinematógrafo, jugando a crear universos inimaginables, mundos subacuáticos, dragones que lanzan fuego y esqueletos que bailan. Ese hincapié en la motivación, en la sorpresa (en el dejarse sorprender) es en donde vemos una declaración de principios del propio Scorsese, casi una carta de amor a ese amante caprichoso que, desde hace 40 años, frecuenta este hombre que, pareciera, no se irá de (detrás de) la pantalla hasta que se lo lleven contra su voluntad.
Y contra la de todos nosotros.