La imagen perdida

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

¿Cómo poder recuperar la memoria en imágenes? ¿Cuál es el mecanismo mental a través del cual los recuerdos transforman vívidas sensaciones en conceptos más abstractos? ¿Cómo reinterpretar la historia a partir de objetos ajenos al momento que se quiere narrar? ¿Cómo entender un drama que marcó a fuego a una generación completa a partir de la coacción y la sangre?
Algunas respuestas se pueden encontrar en “La imagen perdida”, intenso documental de 2013 del realizador Rithy Panh, y que tras un largo periplo festivalero y de premiación finalmente llega al país comercialmente.
En la historia de “La imagen perdida” (Francia/Camboya, 2013) hay simpleza, lo que no quita que el dolor que se quiere transmitir también lo sea, porque el director desea poder plasmar con registros reales el genocidio que se vivió en Camboya entre 1975 y 1979 de la mano de los jemeres rojos.
En ese período alrededor de dos millones de personas perdieron la vida y otras tantas fueron obligadas a trabajar en el campo, despojadas de sus viviendas y posesiones, por un régimen autoritario que impedía cualquier atisbo de humanidad en las acciones.
Panh buceó durante años en archivos, porque para él, más allá de lo que podría recrear o contar, la imagen capturada de los ejércitos accionando en los cuerpos sería el propulsor de la narración y de la historia.
Pero en esa búsqueda el director realiza otro recorrido, para poder no sólo encontrar imágenes de la época, sino, principalmente, que esa misma búsqueda le pueda devolver algo de su identidad y la de su pueblo, que, diezmada, sigue hundida en la oscuridad tras haber sido apropiada de la peor manera, la más descarnada y dolorosa.
Pero al no encontrar nada documental, y frente a su necesidad imperiosa de poder de alguna manera legar para las nuevas generaciones un registro de los acontecimientos, es que decidió, a través del relato en primera persona y la utilización de unas pequeñas esculturas de arcillas, recrear el período, inspirándose en hechos y acontecimientos que marcaron su vida personal.
A simple vista los muñequitos miran a cámara, ocupan el lugar en el que alguna vez un ser humano estuvo parado frente a cuerpos que les exigían un doloroso retiro de plusvalía, sangriento, irracional, en el que nada valían como personas ante las innecesarias decisiones tomadas.
El alma, el ser humano, la ontología de la racionalidad ante el hambre, el cuerpo que duele y pesa, el beber barro como un animal ante la eterna sed y falta de alimentación, transformando a todos en cuerpos ajenos, no propios, deshumanizándolos hasta el hartazgo.
Porque en la tierra que huele a muerte, en el agua que emana hacia la misma superficie y que comienza a contener los cuerpos de los millones de asesinados por uno de los regímenes más sangrientos que alguna vez supo existir.
“La imagen perdida” se erige como un contundente relato sobre algo que en un momento marcó a fuego a una generación y que, básicamente, es necesario reparar para nunca más volver a vivirlo en carne propia y ajena.