La imagen perdida

Crítica de Marcela Gamberini - Con los ojos abiertos

LA IMAGEN PERDIDA / L’ IMAGE MANQUANTE

ESTE CINE SENSIBLE

533287a75ae55

Por Marcela Gamberini

La imagen ausente es aquella que no puede recuperarse o tal vez recordarse. Es la imagen de la infancia, que como un paraíso, fue perdida y nunca recuperada, más que perdida fue arrebatada. El camboyano Rithy Pahn, tal vez uno de los mejores documentalistas de la actualidad, hace girar sus documentales (ficcionados) en torno al genocidio camboyano ocurrido entre 1975 y 1979 liderado por la organización Khmer Rouge.

La imagen perdida (L`image manquante, su título original, de cuenta aún más del sentido de la película, es aquello que falta, que no está, que es irrecuperable) es de visión imprescindible. Proyectado en diversos festivales ahora es exhibido por una nueva sala en el auditorio de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo – UMET- pero su permanencia en sala está pautada solo para un día a la semana, los miércoles a las 20 h.

La imagen perdida / L’ image manquante, Rithy Pahn, Cambodia-Francia, 2013

Esa imagen que falta, persistente y obsesiva es la vida en familia, la cotidianeidad de la infancia de Pahn. Para reponer esa ausencia, el director junto con Sarith Mang, arcillista camboyano, sutura la falta de cuerpos reales con muñequitos hechos de arcilla. Esos muñecos, delicados y detallistas son la representación de la representación de aquello que no está. Esta doble vertiente se suma a la tarea del documentalista que es representar (de nuevo, por tercera vez) aquello que no está, cosa que el cine hace de por sí. Este juego de espejos internos, de representaciones, narrados en off, con una voz sutil y emotiva, hace de La imagen perdida un gran hallazgo. Esos muñecos se conjugan con imágenes de archivo en planos generales, hombres que como insectos recorren los arrozales, todos iguales, sin pertenencias, vaciados de familias, de ropas, de identidades. También aparecen primeros planos de uno de los líderes del movimiento Khmer Rouge, como acercándonos a ese hombre que de a poco conduce al pueblo a la muerte y a la desaparición. Este modo de representación: los muñecos, más las imágenes de archivo, más la superposición, más las transparencias obedecen a la preocupación de Pahn por mostrar ese mundo de los que han sido sometidos y a la vez desposeídos. Su mirada política, presente en todo el documental, no es solo de denuncia sino que también es una tristeza, profunda, persistente por aquello que le han arrebatado, a él y a su pueblo: la dignidad, la identidad, las marcas de pertenencia.

Esta poética que Pahn pone en pantalla tiene mucho de poesía, mucho de realidad y mucho de historia familiar. Su familia es la vez (y de nuevo una doble representación) la familia del pueblo camboyano. Su sufrimiento, sus olores y saberes identitarios, vaciados del lenguaje, automatizados, vaciados de amor y de emoción son los habitantes ahora de una tierra devastada, antes verde e idílica y ahora gris, yerma y esclavizada.

Una bella imagen, entra las muchas que muestra la película, es la manera en la que el director narra la muerte de su hermano y la de unos niños. Ellos sobrevuelan la “realidad” de unas fotos sepiadas y atraviesan el cielo hasta llegar a la luna; tal como sobrevuela ese avión que cuando niño, su mera contemplación era salvadora y redentora.

“La infancia es un estribillo” dice la película. La infancia vuelve, siempre, irremediable, como el lugar de la felicidad y el encanto. Ahora, esos hombres, los sobrevivientes están cercenados tanto de su libertad como de sus ropas (que ahora los iguala), como de sus cabellos, como del trabajo en comunidad, como la separación que sufren entre hombres, mujeres y niños.

Al inicio y al final del documental la cámara de Pahn se mete en el borde del agua y ésta golpea la cámara con furia, con violencia. La naturaleza también ha sido devastada por decisiones políticas. Tal vez esa imagen buscada esté bajo el agua, que con furia se lleva todo, la imagen ausente nunca encontrada. Como contrapartida unos rollos de películas, viejas, llenas de suciedad, de restos, de aquello que la ha inutilizado; aparecen en las manos del director, quien los limpia, los acomoda, los redime. Finalmente, varias veces Pahn dice a través de esa voz en off y de la representación que “la única verdad es el cine”, su ciega confianza en el cine es la verdadera revolución. Aquello que finalmente puede ser mostrado a través de las pantallas es lo que develará la verdadera historia y es lo que nos entrega para que la búsqueda continúe incesante, como la vida. Esta confianza y éste respeto hacia el cine hacen de Rithy Pahn un gran autor y no sólo un documentalista, alguien que puede y debe (como un “deber ser”) mostrar y mostrarse en su propia carencia, en su debilidad y en su fortaleza. Esa es la verdadera búsqueda, que ahora nos la comparte, la del cine como la única verdad.

La imagen perdida es una obra realmente inclasificable, un documental, una ficción de notable vuelo poético, emotivo y sensible. Esa sensibilidad que el cine contemporáneo, sobre todo ese cine radicalmente político olvida o sublima bajo formas de la violencia explícita. Esa es una de las formas (cinematográficas y de las otras) que nos esclavizan, la furia, la violencia, la insensibilidad; Rithy Pahn nos muestra que algún otro cine es posible.

Marcela Gamberini / Copyleft 2015