La imagen perdida

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

LOS LENGUAJES DE LA MEMORIA

En un momento del notable documental de Rithy Panh, el narrador dice “Hay muchas cosas que el hombre no debería ver ni conocer. Si las viera, mejor morir. Pero si alguno de nosotros las viera o conociera, entonces debe vivir para contarlas”. Aquí hay una historia horrible: durante el régimen comunista en Camboya a partir de 1975 los ciudadanos fueron trasladados a los campos de trabajo y comenzó un largo y sufrido proceso de deshumanización sostenido por un gobierno totalitario que llevó la hambruna extrema a la población. Cada individuo pasó a ser un número; cada vida que no se resignó a quedar atrapada en esa locura, fue torturada o murió. De modo tal que la labor de Panh al evocar esos hechos empieza por la ética, la de recuperar la memoria, la de tejer relatos que puedan suplir las imágenes ausentes (aunque la paradoja es que lo haga en francés, uno de los tantos países occidentales que provocan la existencia de estos sistemas sanguinarios con la sangre capitalista).

Los primeros planos se corresponden con escombros de celuloide. No es la muerte del cine precisamente sino el comienzo a partir de la ausencia, de la falta de archivos que puedan narrar la historia más allá de lo oficial. Y el único modo posible es indagar en el pasado familiar, en lo privado, el móvil más sólido para confrontar la única mirada existente y develar una serie de consignas hipócritas amparadas en la violencia y en el engaño. “Busco mi infancia como una imagen perdida” refiere la hipnótica voz en off y a los cincuenta años. Como si fuera el Dante de La divina comedia (“Del camino a mitad de nuestra vida encontréme por una selva oscura…”), Panh se internará en el infierno y lo sostendrá de un modo original, fresco y tristemente luminoso con muñecos de madera tallados y puestos en escena para relatar los hechos familiares e históricos.

Hay varias clases de imágenes en el documental. Están las que vienen del discurso oficial durante el gobierno de Pol Pot. Son obscenas porque muestran una felicidad impostada, engañosa y siniestra. A esta falsa postulación de la realidad se contraponen las otras, las inventadas por el cine y que suplen el horror, que recuperan lo no dicho (“La deportación de Nam Pen es una imagen ausente”) y construyen la otra historia, la silenciada, guiada por una memoria que se forja a través de todos los sentidos y que dan una idea de la Revolución como si se tratara de la Metropolis de Fritz Lang: los trabajadores explotados y automatizados hasta perder su humanidad en el nombre de consignas totalitarias. Como dice el narrador, siempre bajo la norma de la enunciación poética como irónica, “el arroz era para los otros”.

“¿Quién filmó a los enfermos?” es otro interrogante que flota. Y las imágenes que pudieron ser ya no existen. Quienes se atrevieron también fueron asesinados por el régimen. Allí está el pequeño homenaje que Panh incluye al referirse al camarógrafo que se animó a registrar más de lo que debía. Nadie podría, en principio, dudar de la frontalidad emocional del director y es difícil abstraerse del dolor que expresan sus imágenes más allá de la lógica distancia que implica ver muñecos intercalados con material fílmico. Sin embargo, también hay momentos jugados como discutibles. Por empezar, el poco tiempo que dedica a evocar los hechos previos a la revolución y la intervención americana. Si bien aparece dramatizada una escena en la que los padres interpelan a su hijo cineasta frente a la televisión, la sensación es de un desbalanceo. El otro pasaje candente nace en la siguiente afirmación: “¿Cómo sobrevivir al hambre?, ¿Cómo hacer la revolución con cucharas en las manos? Algunos dicen ahora que es por el budismo y la aceptación del destino. ¿Dónde estaban esas finas mentes entonces? ¿En sus libros? ¿En sus ideas sublimes? Aquí no es el karma ni la religión lo que mata. Es la ideología”. La generalización es incómoda y hasta podría pensarse desacertada, pero el dardo hacia los intelectuales trasnochados que siguen avalando ciegamente regímenes de terror, sean de derecha como de izquierda, está bien y justamente envenenado. Con el hambre y con la injusticia no se alardea.