La imagen perdida

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

¿Cómo contar la persecución, la locura colectiva, el genocidio? Cualquier buen documental sobre hechos de esa magnitud propone, conscientemente o de manera tácita, la misma pregunta. La respuesta que parece encontrar Rithy Panh es demoledora: frente a la violencia orquestada desde el Estado no queda otra cosa que la resistencia a través del relato en primera persona del pasado. En La imagen perdida no son Camboya ni los sobrevivientes del Khmer Rouge los que recuerdan, sino únicamente Panh, es su voz (interpretada por un narrador) la que, desde el off y en singular, evoca y recompone el genocidio ocurrido en su país, como si hubiera que desconfiar de cualquier clase de memoria comunitaria o de reparación institucional. El director se toma su tiempo para relatar el horror de los campos de trabajo a los que fueron a dar él y su familia tras el ascenso del comunismo: el hambre, los abusos y la muerte son narrados con una serenidad y una calma sorprendentes. Dos motivos insisten a lo largo y ancho de la película: una imagen desaparecida (la infancia) cuya búsqueda pareciera motorizar el film en su conjunto, y la niñez que, a mediados de la vida, repite el director como si se tratara de una letanía, vuelve (“la infancia es un estribillo”). Panh ocupa un lugar ambiguo desde el cual asume una voz dividida entre el balance y la madurez del adulto y la inocencia y el estupor de un chico. Cuando repite irónicamente las consignas oficiales que proclaman las supuestas las victorias comunistas o que justifican la “reeducación” de los campos, el discurso del director adopta para sí un visible aire de ingenuidad, como si fuera un niño el que reaccionara frente a los hechos: el efecto es desestabilizador y uno tiene la impresión repentina de que muchas zonas oscuras de la Historia quizás no debieran contarse de otra forma. El recurso de los muñecos hechos en arcilla que no se mueven, como si vivieran para siempre atrapados en el ámbar del tiempo, permite una exploración del pasado despojada de cualquier clase de solemnidad o furia, aunque acá tampoco se está en el terreno frío y distanciado de Noche y niebla o de Shoah, sino en el ámbito siempre personal y afectivo de la memoria individual. El universo creado en arcilla dialoga con las imágenes de archivo: la película empalma el relato acerca del deterioro físico de Panh y de su familia en los campos con la figura de Pol Pot como si uno y otro, las víctimas y el líder sanguinario, fueran los polos emotivos sobre los que gravita la memoria del director. Justamente, la propia memoria, parece sugerir Panh, es un asunto de distancias: temporales, espaciales y éticas pero, también, estéticas; el segmento dedicado a su hermano y su banda, que toca canciones pop y rockanroleras, resultan intolerables para el carácter nacionalista del régimen y su defensa de lo autóctono. A la par del autoritarismo y las vejaciones que padecen los internados, el relato suma también los eslóganes y las metas delirantes que, tanto en Camboya como en muchos otros países, impuso el comunismo y que, acota como al pasar pero con justeza el narrador, fueron vistas con buenos ojos en el exterior por figuras públicas de la talla de Sartre. La película avanza y el retrato del país, con sus matanzas, atropellos y decadencia, toma la forma de una aventura desquiciada que misteriosamente alcanzó a convencer a muchos, los suficientes como para mantener aceitada la maquinaria del Estado durante años. A la maldad despiadada de los líderes del partido y de sus fanáticos debería contestárseles, podría decirnos Panh, con el recuerdo sereno pero firme de los crímenes, restituyendo la escala humana que el plan de exterminio estatal había obturado. En la narración, las atrocidades son presentadas como semejantes sin importar si la víctima es la madre del director o una desconocida que agoniza embarazada en la cama de un hospital: todos reciben una atención similar por parte del relato, como si la injusticia los hermanara y les restituyera la singularidad que el Estado trató de arrebatarles. El relato de Panh barre su infancia en los campos de trabajo y recorta de la confusión y la agitación de esos años víctimas singulares, concretas, quizás como un acto de rebelión frente a la despersonalización organizada por las autoridades. De ese magma de recuerdos hay que rescatar siluetas, contornos, rasgos mínimos que permitan reconstruir el retrato borroneado de las víctimas, menos para reclamar justicia (la mayoría de los responsables ya están muertos o son ancianos) que para levantar una especie de monumento fílmico.