La imagen perdida

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

LO ETÉREO SE VUELVE FIGURA

“Ahora Nom Pen puede filmarse como en la profecía de Puth Tumneay: casas sin habitantes, calles sin peatones, escaleras que nadie subirá, ríos de sangre”. La elipsis, tanto en el nivel del lenguaje como en el humano, se vuelve tangible y deudora de una reposición. ¿Cómo encontrar la imagen de la infancia? ¿Por qué surge la necesidad de recuperarla en un momento particular de la vida? Más aún, ¿es posible hallarla?

Entonces, la búsqueda de la ausencia del director camboyano Rithy Panh se torna esencial no sólo como posibilidad de encarnación, sino también como registro, como forma acabada y testimonial: un breve recorrido imaginario por Nom Pen, la invasión de los Jeremes Rojos en abril de 1975 y la fundación de Kampuchea Democrática, un sistema autoritario que avaló la evacuación de los habitantes de los centros poblados, declaró como enemigos políticos a todo aquel que viviera en la ciudad, dispersó a familias y sembró el hambre y la muerte.

El verdadero dilema pareciera ser cómo reconstruir esa carencia, como volverla propia puesto que no había mucho material de archivo y lo etéreo de la memoria debía volverse figura. De hecho, si bien al inicio de La imagen perdida se exhiben algunos rollos de película como calcinados o cubiertos de herrumbre, el director consigue valerse de algunas grabaciones como apoyatura.

Pero la ausencia requiere de cierto grado de apropiación y Pahn lo comprende bien. Por eso arma su representación a través de un juego plástico con figuras de arcilla y maquetas que describen diferentes sectores de la Kampuchea Democrática. El director usa el plano detalle para exhibir cómo trabaja el material, le da forma y luego lo pinta de diversas maneras: al principio, cada figura posee rasgos particulares; luego, con la introducción de los Jeremes Rojos, los pobladores pierden su singularidad y posesiones y se limitan a portar vestimenta negra. Además, en ciertas circunstancias, el camboyano decora las pieles desnudas como si se tratase de los ornamentos de antiguas tribus.

Tanto el tratamiento de la decoración de los modelos en arcilla como el de la puesta en escena se pueden pensar en relación con dos nociones propuestas por el antropólogo Claude Lévi- Strauss y también trabajadas por el académico y escritor brasilero José Guilherme Merquior: por un lado, la idea de máscara y, por otro, el concepto de doble articulación.

El primer caso se asocia a los estudios de las pinturas faciales realizadas en Mato Grosso. Lévi- Strauss sostiene que dichas pinturas poseen una función heráldica. Esto quiere decir que le confieren al individuo su dignidad de ser humano puesto que operan como el pasaje de la naturaleza a la cultura y, al mismo tiempo, expresan la jerarquía del status social. Ahora bien, considerar la decoración de los rostros como máscara equivale a pensar en una ausencia de la individualidad y en un instrumento de la cultura. El arte funciona entonces como la única forma de compensación comprendida como una mediación imaginaria de las contradicciones de la sociedad.

En el segundo caso, Lévi- Strauss define la doble articulación como aquellos objetos o elementos que tienen un valor en sí mismos y que, colocados en diferentes contextos, cobran otros sentidos. Esta idea guarda cierta similitud con el trabajo del bricoleur: usa retazos, los relaciona con otros y genera nuevos significados.

Para el antropólogo, el pintor francés Nicolás Poussin era el ejemplo por excelencia de la doble articulación ya que el artista hacía una planificación previa del cuadro: armaba figuras de cera con sus respectivos detalles y los disponía en un escenario para verificar la composición, las distancias y la proyección de luces y sombras. De esta forma, el modelo reducido (como primer grado de la obra) daba cuenta del artificio y de las posibilidades de modificación de la obra final (como segundo grado), es decir, se posicionaba como objeto de conocimiento (producto del arte) y estructura de significación.

Este mecanismo se reproduce en La imagen perdida: en principio, las figuras se moldean y pintan otorgándole una identidad ya sea a miembros de la comunidad, a la familia del director o, incluso, a sí mismo. Dichas figuras, insertadas en una sociedad y en una cultura, pierden su singularidad cuando deben desprenderse de sus posesiones materiales, cuando se vuelven una masa vestida de negro que olvida sus costumbres, nombres, familias. Allí se vuelve evidente el concepto de máscara: se produce una omisión impuesta, cada cual sobrevive como le es posible, incluso alejado o traicionando a su familia. Ya no se trata de una comunidad insertada en una cultura sino, por el contrario, una idea de cultura arbitraria para dominar.

La doble articulación se exhibe en la composición plástica y el tratamiento de los materiales. Pahn se vale de todas las herramientas disponibles: en la parte técnica, se sirve de los travellings, el plano cenital o los cambios de ángulo por donde ingresa la lente como mecanismos productores de sentido e intercala ciertos fragmentos recuperados del material de archivo que, en ciertas ocasiones, interviene con su propia elaboración de otros materiales. La parte plástica del moldeado o construcción de la puesta opera en el sentido opuesto a Poussin: mientras el pintor dispone de los elementos en una obra de primer grado y, una vez satisfecho, los reproduce en una tela, Pahn expone la construcción como obra acabada y casi como único registro. Se ve el tallado de las figuras, la pintura o las maquetas durante la película y ya en los créditos se muestra cómo se ubicó la cámara o las luces para la obtención de la obra ya sí como una breve grabación dentro de otra.

La búsqueda de la ausencia habilita un trabajo interior extenso y profundo no sólo como puesta en juego de la memoria, sino a través de las constantes simbologías en todos los niveles, una mezcla entre la cosificación y el descubrimiento de una voz propia para componer un registro de otro orden. A su vez, el trabajo en capas acompaña una verdad manifiesta del director: la carencia no sólo existe como imagen, sino también dentro de la misma realidad, en ese período entre 1975 y 1979, donde el hombre se reducía en su mínima expresión, necesitaba de algo propio para sobrevivir y nadie ajeno al régimen reparaba en lo que ocurría. Esa intimidad se trasluce a lo largo de todo el filme, como herramienta liberadora, personal y también colectiva: “Para resistir debes esconder dentro tuyo fortaleza, recuerdos y una idea que nadie pueda quitarte – detalla Panh –. Porque si una imagen puede ser robada, un pensamiento no”.

Por Brenda Caletti
redaccion@cineramaplus.com.ar