La huella de Tara

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

La huella de Tara: un viaje a la sorpresa

Instalada en una pequeña comunidad budista ubicada a los pies del Himalaya, la directora de Icaros vuelve a explorar la compleja convivencia entre tradición y modernidad.

El cine puede ser una herramienta perfecta para explorar los pliegues de las culturas ancestrales, siempre y cuando quien empuñe la cámara lo haga despojado de los vicios de la comprobación etnográfica tan arraigada en los realizadores latinoamericanos: viaje y cine, entonces, como terrenos abiertos a la sorpresa, a la irrupción de lo inesperado, a la generación de preguntas antes que a la enunciación de respuestas. Caso contrario, el resultado será un recorrido turístico atravesado por el exotismo y la estilización, como bien demuestra una buena porción de las películas sobre esa temática que circulan (mayormente con éxito de crítica) por los festivales más importantes de Europa. La directora Georgina Barreiro –cuya ópera prima, Ícaro, indagaba en el universo espiritual de un grupo indígena de la Amazonia peruana– se instaló durante un tiempo en el núcleo del pueblo Bhutia, una pequeña comunidad budista ubicada en Sikkim, a los pies del Himalaya, bien cerca de un lago que la tradición local señala como sagrado. Al igual que la reciente Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, de Renée Nader Messora y João Salaviza, La huella de Taraexplora la compleja convivencia entre tradición y contemporaneidad.

Estrenada en el Festival de Locarno y parte de la Competencia Nacional del de Mar del Plata, La huella… inicia con un plano general de una selva frondosa, dominada por las infinitas tonalidades verdes que caracterizan las regiones más húmedas de Asia y el ruido ensordecedor de su fauna. Es una imagen bella e imponente pero no fascinada: lo de Barreiro no es el pintoresquismo sino la comprensión de un entorno y de cómo éste se relaciona con los Bhutia. A ellos encuentra en vísperas de un festival de talentos musicales que hará las veces de hilo conductor del relato. Que los intereses artísticos de los participantes –en su mayoría chicos y grupos escolares– abarquen desde la música tradicional nepalí hasta el pop hindú moderno habla de la tensión cultural como elemento central del pueblo y de la película.

El de Barreiro es un film por momentos hipnótico, siempre sensorial, hecho con las armas más clásicas del documental de observación: un dispositivo cinematográfico no intrusivo, la adaptación del tempo narrativo a la fluidez de las acciones y un oído atento a los diálogos de sus personajes. Diálogos que recién unos cuantos minutos después de aquella primera escena permiten vislumbrar el cauce del relato, como si al guion le costara encontrar tierra firme donde pisar. Donde sí pisa firme desde el comienzo es en la construcción de un vínculo de confianza entre quien filma y los filmados, un grupo de hermanos relacionados al pueblo de diferentes formas. A través de ellos Barreiro ilustra las inquietudes de una generación que percibe el mundo con ojos globalizados. Una percepción que entra en conflicto con la de los adultos mayores que crecieron allí pensando que el futuro era poco más que encontrar un espacio funcional a la dinámica comunitaria.

La elección de los protagonistas responde a ese choque y muestra cómo se posicionan los jóvenes ante él: no parece casual que si el hermano mayor se dedica al turismo y empiece a pensar seriamente en los próximos pasos de su vida; el menor incursione en la idea del budismo tibetano predominante como pilar espiritual. Tampoco que la hermana más chica vaya a participar de ese festival mientras cursa la primaria en una escuela laica, en el que quizás sea el síntoma más evidente de la apertura ideológica, social, política y cultural de la región y de quienes atraviesan su etapa formativa allí. En ese sentido, La huella de Tarafunciona a la par como relato de iniciación y de un viaje con un destino tan exótico como desconocido. Una realidad que el cine pone, al menos por un rato, al alcance de los ojos.