La hora del crimen

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Manipulación y libertad

Toda narración es un diálogo en potencia, y como tal se estructura en base a la información: la virtud, la ética y honestidad de una obra se definen por el modo en que nos es suministrada por el narrador, en este caso el director. Los géneros clásicos del cine estructuraron formas canónicas de brindar o esconder información relevante para el espectador, quien a partir de ella puede interpretar (y reaccionar a) la obra proyectada en la pantalla. Y el policial es uno de los ejemplos más acabados de un género, ya que fue capaz de construir un universo propio con sus leyes y posibilidades, que incluso contiene otros universos con sus propias reglas, como el policial negro. Aún así, el director tendrá siempre espacio para influir sobre la puesta en escena: él es quien la define y a partir de ella decide cómo será el diálogo con el espectador, qué información le brindará, qué espacio dejará para que construya sentidos; allí reside precisamente su responsabilidad.

La hora del crimen (La doppia ora en el original), ganadora del premio a Mejor Película Italiana en el último Festival de Venezia, ilustra como pocas este problema: su guión, toda su trama, se basan únicamente en el ocultamiento de información al espectador, y el resultado es contraproducente. El problema no es la ambigüedad que pueda generar (al contrario, ella es siempre bienvenida porque estimula la multiplicación de significados) sino la manipulación lisa y llana, o incluso cierta voluntad por engañar sistemáticamente a su destinatario, de ningunearlo y tratarlo como a un títere silente, incapaz de participar del convite. La opera prima del italiano Giuseppe Capotondi se transforma así en un filme superficial y tramposo, que termina desvalorizando aquello que supuestamente intentaba narrar, una historia de amor trágica al estilo de los viejos clásicos.

Su protagonista es una mucama de un hotel de lujo, una inmigrante lituana llamada Sonia (Ksenia Rappoport, en un gran trabajo), que al inicio será testigo involuntaria de un suicidio, aunque el episodio quedará fuera de campo tanto para nosotros como para ella (con lo que la puesta ya anticipa lo que será la propuesta del filme). La narración retrocederá al momento en que Sonia conoció a Guido (Filippo Timi, aquél Mussolini de Vincere), un apesadumbrado guardia de seguridad que aún pena por su esposa fallecida, en un típico programa de citas masivas. Será el inicio de un apasionado romance, entre dos almas solitarias y necesitadas de afecto. Pero lo imprevisto no tardará en surgir cuando Guido invite a Sonia a la mansión que cuida: un beso y una distracción bastarán para que llegue la tragedia. Un grupo de ladrones irrumpirá y se llevará no sólo la valiosa colección de obras de arte que tiene el lugar, sino que también atacará a la pareja. Ella resultará herida, él será muerto. Claro que este no es más que el verdadero inicio de la película, ya que a partir de aquí comenzarán a sucederse las sorpresas y las vueltas de tuerca del guión, en un continuo juego de engaños y revelaciones, donde la intensión final es que no sepamos bien quién es quién, o si lo que vemos es la realidad o alguna fantasía alucinada.

Con cierta elegancia formal, Capotondi orquesta su puesta en base a planos cerrados sobre los rostros para sugerir la ambigüedad de sus personajes: sólo la gran actuación Rappoport (protagonista de La desconocida, con la que esta película guarda varios puntos en común) y, en menor medida, Timi, sostienen una narración que por su propia lógica debería sucumbir antes. Pero el problema es la insistencia en el mecanismo (lo que revela la soberbia del director, y sus limitaciones): luego de que se devele el primer engaño, Capotondi volverá a plantear la misma disyuntiva, y la narración entrará en una espiral que la llevará a vaciarse de contenido. El uso del fuera de campo no será ya sugestivo, y el planteamiento formal se quedará estancado en esos planos cerrados, como si no encontrara otras herramientas cinematográficas, o como si no se animara a salir al mundo, temiendo acaso despegarse de su protagonista, que concentra toda la tensión. Claro que, cuando la manipulación ya se haga tan evidente, ese suspenso habrá perdido calidad y atractivo: los mismos juegos del director habrán conspirado en su contra (Capotondi llega incluso adelantar el final de la película), ahogando todo espacio de libertad para el espectador, que es el único modo en que puede participar de la trama.

Por Martín Iparraguirre