La hora del cambio

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

EL VACIAMIENTO DE LA POLÍTICA

Que la política es mala, lo sabemos quienes hemos sido parte de la clase media argentina desde la más tierna infancia. Sobremesas y sobremesas escuchando frases asertivas sobre lo malos que son los dirigentes y lo indefensos que somos nosotros, los inocentes ciudadanos “de a pie”, no pueden tener -salvo una revelación al discurso paterno/materno- otra consecuencia que la de instalar un punto de vista acrítico. Si bien un poco esa idea generalizadora se sostiene sobre datos de la realidad, también es cierto que sirve para justificar una posición poco comprometida, facilista y definitivamente cómoda. El cine, en ese sentido, ha sido bastante servil a la moción, reproduciendo un discurso simplista que resulta de fácil absorción por parte del público: el reírse del otro, porque el otro es el problema, siempre funciona. La hora del cambio, la película italiana escrita, dirigida y protagonizada por el dueto cómico que integran Salvatore Ficarra y Valentino Picone, ahonda en esta mirada sobre la política pero se arriesga al poner el dedo sobre la llaga de la sociedad, ejerciendo un raro caso de mea culpa que si no termina de ser efectivo es básicamente porque no puede salir de lugares comunes y porque deja de lado cualquier rigor narrativo para poner en primer plano un discurso lineal.

En los papeles, no hay nada malo con La hora del cambio: en un pueblo ficticio del sur de Italia los habitantes se muestran disconformes con el intendente, un tipo a toda vista bastante corrupto que ha sumido a la ciudad en el caos y la desidia más absoluta. De cara a las elecciones, la aparición de un noble profesor parece el cambio justo para el poder, un hombre honesto y querido por la comunidad. Sin embargo, cuando el profesor asume, comienza a generar una serie de cambios positivos que resultan contraproducentes: exigencias impositivas, dureza en el cumplimiento de las normas de tránsito, una atención especial por el medio ambiente y por combatir los intereses espurios de aquellos empresarios dispuestos a corromper el Estado, entre otras cosas. Estos cambios, entonces, precisan del esfuerzo de los ciudadanos, que progresivamente se van dando cuenta que no están tan dispuestos a hacerlo ya que pierden algunos de sus beneficios.

Ficarra y Picone pertenecen a ese segmento de los creadores cinematográficos que gustan de construir películas que hablan de nosotros mismos para congraciarse con un público que por algún motivo precisa de ese espejo. Pero tal vez el giro aquí es que a la indulgencia que suele sucederle a este tipo de propuestas (pienso en Juan José Campanella y en películas como Luna de Avellaneda), La hora del cambio le opone un final oscuro y pesimista. En ese sentido, los directores (complementarios, uno es el histriónico y el otro es el moderado) logran complejizar aquello que no pueden por otras vías: el humor es de lo más ramplón y poco elaborado, el rigor con el que se muestra la política es nulo (y llama la atención que en una película que discute formas del poder, lo realmente político esté ausente) y los giros de guión muestran una desaprensión absoluta por la coherencia narrativa.

El descuido en muchos pasajes (sumado a un encuadre cercano al sketch televisivo) sobresale en un film que avanza velozmente y a puro vértigo, perdiendo en el camino cualquier posibilidad de solidez discursiva. En La hora del cambio, por ejemplo, el intendente está en su peor momento y sale a la calle sin que nadie en el camino lo cruce para decirle algo: va de la comuna a su casa como quien va de la casa al almacén de la esquina. Los protagonistas (Ficarra y Picone) llevan el peso del relato hasta los últimos minutos, pero inexplicablemente desaparecen en el epílogo dejando al relato huérfano de un punto de vista. En estos casos -y sucede a lo largo de sus más de 90 minutos-, lo que queda en evidencia es la necesidad de la película por decir antes que por mostrar, por vociferar verdades que por muy oportunas que sean no encuentran desde lo cinematográfico una organicidad adecuada. Y ese es el gran fracaso de esta comedia bastante mediocre.