La hermana de Mozart

Crítica de Julia Soubiate - EscribiendoCine

Tocar de oído

Inspirada en hechos reales y fundida en un manto de ficción, la historia de La hermana de Mozart (Nannerl, la soeur de Mozart, 2010) nos cuenta la vida tras bambalinas de una icónica familia rodante, y el lugar de una artista mujer en el siglo XVIII.

Al inicio del film conocemos a la familia Mozart, varada con su carruaje en un camino desolado. Está Leopold (Marc Barbé), el padre de familia, su esposa Anna-María (Delphine Chuillot) y sus dos hijos Wolfgang (David Moreau) de once años y Nannerl (Marie Féret), una jovencita de casi 15 años. La suerte lleva a este grupo y a su chofer a encontrar una abadía donde tendrán refugio temporario y donde además conocerán a unas curiosas huéspedes: nada más ni nada menos que las hijas menores de Luis XV de Francia. En su estadía, descubrimos que esta familia itinerante se dirige a Versalles a tocar frente a la corte real, puesto que Nannerl y su hermano menor son músicos prodigiosos y mantienen a su famila con sus dones. Sin embargo, se instaura desde el principio del film que el papel de Nannerl en el dúo es secundario: al ser mujer no puede tocar el violín (“es un instrumento de hombres”), y tampoco ha sido instruida para componer. Es claro que el niño estrella es Wolfgang, y todos en la familia así lo conciben.

De esta forma, el futuro de Nannerl parece haber sido decidido por ella, no solo por sus padres sino también por el contexto sociocultural de la época. Y sí, Nannerl está frustrada, pero no pelea, no grita, simplemente se queja de tanto en tanto, en algunos momentos más honestos en los que la vemos interactuar con su amiga la princesa Luisa (Lisa Féret). Una vez en Versalles, Nannerl conoce al hermano de Luisa, el Delfín viudo (Clovis Fouin), con quien genera un vínculo todavía más estrecho, y quien la incita a componer para él. Bajo las vestimentas de un hombre – un toque muy shakesperiano – Nannerl se descubre libre de componer, tocar el violín y pasearse con el príncipe sin las presiones de su familia y el mundo. Lamentablemente para ella, sin embargo, esto no durará mucho. Su género marcará su destino, y será uno trágico.

La película es un asunto familiar delante y detrás de cámara: René Féret trabaja con sus dos hijas como actrices, con su esposa como editora y su hijo como asistente de dirección. De hecho, el viaje como subsistencia, la intimidad forzada y la falta de paredes de esta familia rodante son las ideas más ricas de la película: la dinámica pegadiza y los espacios compartidos a la fuerza generan un clima íntimo y pequeño, enriquecido aun más por planos pintorescos (en el sentido más literal de la palabra, pues cada composición parece un cuadro neoclásico) que encierran a los protagonistas a medida que se desplazan por el real Palacio de Versalles.

Lamentablemente, el relato agota estas ideas muy rápido y, como resultado, obtenemos una película que carece de pasión. Intuimos el sufrimiento de Nannerl, la ambición de Leopold, la fragilidad de Anna-María, pero las emociones nunca tocan la superficie de la pantalla. Y no es porque es un film de época, o porque se trate de un excelso trabajo de sutileza. En algunos casos esta frialdad surge de la abismal diferencia de talento entre algunos actores (Por ejemplo, los diálogos acartonados de la pequeña Lisa Féret dejan mucho que desear), pero en su mayoría, entendemos que esta es una elección de dirección poco afortunada. La película se mueve entonces con un ritmo monótono, con alguna que otra veta de furia en momentos arbitrarios que descolocan al espectador.

Es una lástima, porque - aunque no alcanzan - los mejores momentos del film son los que muestran el lado más humano de Nannerl y su familia. Son instantes cálidos, íntimos, desde las charlas apretujadas en camas compartidas hasta la liviandad de conocer un bidet en familia por primera vez.

Como dice Manhola Dargis, “Nannerl podría ser una genio, o una mártir, o una feminista, o una hija abandonada, o una mujer desesperada”, pero el director nunca hace hincapié en ninguna en particular, no se mete de lleno en la pasión por la música, por la familia, o por el amor. La Nannerl de Féret “toca de oído” todo en su vida, y aunque trata, no se anima a saltar.