La guerra silenciosa

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

En pos de la lucha colectiva

Vivimos en una época en la que el grueso de la producción artística -ya ni siquiera vale la pena hacer diferenciaciones entre el cine, la música, la literatura, el teatro, etc.- decide obviar descaradamente la multitud de problemas sociales, económicos, culturales y políticos que caracterizan a un capitalismo cada día más volcado a las mentiras mediáticas, el hambre y una represión que aparece tanto bajo la forma del viejo aparato policial de siempre como disfrazada de nuevas técnicas de identificación individual de índole virtual orientadas a limitar aún más la libertad de sujetos que suelen celebrar al explotador y condenar al explotado porque hacen suya la ideología de las clases dominantes, cortesía de una manipulación masiva bien burda aunque eficaz gracias a la ignorancia consuetudinaria de la humanidad de fines del Siglo XX y estos comienzos del Siglo XXI, siempre dispuesta a imitar/ envidiar el sustrato más reaccionario y pusilánime de las oligarquías empresarias, sus ídolos culturales de plástico, el capital financiero que pulula por detrás y finalmente sus socios en toda la estructura mafiosa estatal, las redes sociales y los operadores económicos.

La Guerra Silenciosa (En Guerre, 2018) es por lejos el mejor film del director y guionista francés Stéphane Brizé, conocido por las correctas Une Affaire d’Amour (Mademoiselle Chambon, 2009), Algunas Horas de Primavera (Quelques Heures de Printemps, 2012), El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015) y Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), ahora retomando la sociedad con su actor fetiche Vincent Lindon y apostando a un planteo narrativo muy crudo símil Ken Loach de influjo documental, con resonancias naturalistas y mucha cámara en mano que marcan un constante devenir batallante acorde con el tópico de fondo, la lucha encarnizada por conservar el trabajo, no sólo el propio sino también el de todos los compañeros a la deriva. La obra, si bien pone en el centro de la escena a Laurent Amédéo (Lindon), un admirable sindicalista de izquierda, en realidad es de impronta coral porque gira alrededor del cierre de una fábrica autopartista en la ciudad de Agen propiedad de Perrin Industrie, un conglomerado local que a su vez está en manos del grupo alemán Dimke, otro enclave fantasmagórico de empresas encabezadas por Hauser (Martin Hauser).

Con 1100 trabajadores a punto de quedar en la calle y luego de un acuerdo firmado hace dos años en el que la compañía se había comprometido a mantener la actividad por cinco años y los operarios a renunciar a todos los bonos salariales y a trabajar 40 horas semanales pero cobrar sólo 35, el frente de batalla es el mismo que se reproduce en prácticamente todo el globo por la sustitución generalizada del trabajo con la especulación financiera en tanto productora de gigantescas ganancias: por un lado tenemos a un conjunto de sindicatos que sólo se unen en situaciones límites como la presente, y encabezados por delegados de base como Amédéo que sí están en contacto con las urgencias cotidianas y las representan con fervor, y en segundo lugar están la empresa y sus patéticos tecnócratas y esbirros burgueses varios, siempre alegando baja de rentabilidad o pérdida progresiva de competitividad cuando todos saben que las entradas en los balances son cuantiosas/ van en ascenso y lo que en verdad se pretende es relocalizar la fábrica en naciones con mano de obra semi esclava o más barata y/ o simplemente licuar el patrimonio para especular en el mercado financiero.

El Estado, como burocracia deshumanizadora e hipócrita al servicio de los poderosos, simula mediar aunque en realidad no hace nada para que los trabajadores no caigan en la indigencia y busca cualquier excusa con el objetivo de abandonar la mesa de negociación y así dar el asunto por ganado al grupo económico francés/ alemán, pretexto que por supuesto no tarda en llegar porque los ánimos comienzan a caldearse con el transcurso de los meses, el triste empantanamiento, la influencia caníbal de los medios de comunicación -apoyando permanentemente a la derecha explotadora- y ni hablar de los entreguistas del sindicalismo cobarde y oportunista que da por perdida la fábrica, le sonríe a la compañía y prefiere la indemnización antes que defender los puestos de trabajo en una zona -y un entramado capitalista- donde el desempleo es angustiante y suele ser terminal en casi todos los casos. El guión de Brizé, Olivier Gorce y Xavier Mathieu denuncia la apatía miserable de buena parte de la población, el accionar de los infaltables esquiroles y la inmunda complicidad de la justicia, que desestima el recurso de anulación del cierre de la planta industrial de Agen.

Más allá del excelente desempeño de Lindon, sin duda el mejor de su carrera, todo el elenco está perfecto y aporta la dosis exacta de desesperación a la vorágine retratada, una que pone de manifiesto la apremiante necesidad de organizarse colectivamente para que los marginados del sistema -en suma casi todos los ciudadanos de a pie, por más que estemos rodeados de lobotomizados por los mass media funcionales a las oligarquías mafiosas- puedan unirse y combatir como es debido con vistas a frenar la pauperización social extendida, la corrupción en todas las esferas del poder público y esa soberbia polirubro que vive inventando enemigos internos o externos bien ridículos a los cuales transformar en chivos expiatorios de las barrabasadas cometidas por los ineptos que nos gobiernan y los grandes magnates adeptos a la inequidad más salvaje y execrable. La Guerra Silenciosa es una convocatoria a no caer en el eje de los héroes individuales ya que cada uno en su islita poco puede hacer por fuera de llamar la atención en torno a las injusticias, manotazos de ahogado cuando el egoísmo de los colegas, la desidia del Estado y el maquiavelismo de las empresas arremetieron contra aquellas voluntades que no se dejaron someter ni esclavizar por esa mugre fascista hegemónica que sólo conoce la ley de la cosificación y el dinero…