La grande bellezza

Crítica de Claudio D. Minghetti - La Capital

A partir de la historia de un escritor y periodista napolitano, inmerso en el seno de la frivolidad y la corrupción, el cineasta Paolo Sorrentino propone en “La grande bellezza”, una mirada cínica y poética a la vez de la sociedad italiana. La película empieza con cantos gregorianos y un cañonazo, en pleno amanecer romano, donde se ve a un ciruja durmiendo en una plaza, a un hombre que lava su rostro en una fuente y a una mujer tatuada que se prepara a bailar una versión remixada de “Far l`amore”, de Bob Sinclair y Rafaella Carra. Sorrentino y el coguionista Umberto Contarello inventan un alter ego llamado Jep, de larga experiencia, que llegó a los veintipico a Roma, que pasó los 60 y tiene la cualidad de poder meterse en cualquier lugar y ver más allá de lo aparente. Sin embargo, para Jep Gambardella, esa particular manera de ver el mundo le da tanta satisfacción como dolor: por un lado el placer de poder observarlo todo como un gran cuadro, una especie de puesta en escena a lo Brueghel en la que se tejen negocios, romances, y se mueven los hilos del poder, manejados por gente desesperada. Ricos de la noche a la mañana, políticos, mujeres de la alta sociedad, criminales, ladrones de guante blanco, periodistas, personajes de la farándula, vedettongas, prelados, intelectuales, de los verdaderos y los falsos, el vasto universo de una sociedad que se autoproclama moderna. Desesperanzado, Sorrentino muestra a Roma desde los ojos de un napolitano que la viene observando embelesado hace rato, finalmente convertida en un “un bonito cadáver”, una vieja y hermosa ciudad de perdedores que se creen ganadores, porque al fin y al cabo, como anticipa Discépolo en “Cambalache”, todos finalmente “allá e el horno nos vamo a encontrar”.