La grande bellezza

Crítica de Beatriz Iacoviello - El rincón del cinéfilo

Negación de la realidad, miedo al cambio y futuro incierto en un subtexto punzante

Tomás de Aquino define lo bello como aquello que agrada a la vista (quae visa placet), por lo tanto esa percepción de armonía y equilibrio en la naturaleza y en las obras de arte la percibe sólo el ojo del observador. Y así, ante nuestros ojos (subjetiva de la cámara), en la película “La grande bellezza” van deslizándose fragmentos de Roma: una cuidad cargada de historia en un contrapunto de clasicismo, antigüedad, renacimiento y decadencia. Walter Benjamin sostenía: “Hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra. La liberación del objeto de su envoltorio, la destrucción del aura, es distintivo de una percepción cuya sensibilidad para lo homogéneo en el mundo ha crecido tanto actualmente que, a través de la reproducción, sobrepasa también lo irrepetible. Pero, ¿qué es el aura? El entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la aparición irrepetible de una lejanía, por más cerca que ésta pueda hallarse”.
Este concepto de Benjamin bien puede aplicarse a “La grande bellezza” de Paolo Sorrentino (un napolitano que ama Roma). El filme es la fábula de un hombre, una ciudad, un país. Sorrentino, cuya última película fue "This must be the place" (2011), una historia en idioma inglés sobre un músico goth (Sean Penn), Cheyenne, con semejanzas a Robert Smith en “The cure” (1995) cuyo personaje tras la muerte de su padre, un sobreviviente del Holocausto, sale del auto exilio para convertirse en un cazador de nazis. Después de un comienzo casi muerto, el filme va creciendo durante un viaje por carretera, regocijándose en la belleza áspera de los paisajes.
“La grande bellezza” posee el mismo comienzo muerto, que luego crece en ese vagar noctámbulo por las calles de Roma. Ambientada en la ciudad eterna, en la ciudad amada de los turistas, el realizador Paolo Sorrentino sigue los pasos de Jep Gambardella, un sibarita con alma insondable y un cierto cínico barniz de ingenio, interpretado por Toni Servillo, que celebra sus 65 años en compañía de amigos y recuerdos. Cuatro décadas antes y muchas copas de Campari, su única novela“El aparato humano”, había sido aclamada como una obra maestra. Sorrentino no sólo ha regresado a Italia sino que se ha detenido en el pasado para señalar que pesa tanto como en el presente y el futuro, y fija el ojo de la cámara en una terraza que da al Coliseum.
La fiesta también señala la culminación de una magnifica carrera de periodista que lo a hecho rico y le ha permitido comprar ese departamento cuya terraza da al Coliseo, pero que en realidad es casi parte del Coliseo, eso le da una característica única y distintiva de todas las la terrazas de Roma. La terraza, como el título de la excelente película de Ettore Scola de 1980, es la de Jep Gambardella que parece mostrar el gran contraste entre una parte de Roma que ha modificado sus hábitos, características, idioma, “estilo de vida”, con la otra que es estática y perenne, como sus estatuas de frío mármol. Sorrentino, con esta terraza, retoma la idea del cine reflexivo de los ‘60 sobre la sociedad y la propia identidad.
La terraza de Scola albergaba la izquierda intelectual acurrucada al calor del Partido Comunista. Eran los hedonistas ochenta destinados a barrer las viejas y polvorientas hegemonías culturales. La terraza de Sorrentino es infinitamente más glamorosa, y en ella el director instaló una fauna de personajes decadentes, que sirven de telón de fondo a una ciudad que mantiene su estandarte de pan y circo, como: la escritora Stefania (Galatea Ranzi) frívola y desacreditada como amante de los poderosos, el pelele de provincia Romano (Carlo Verdone), brillante caricatura del actor napolitano Stefano Satta Flores, que aspira llegar a actuar en el gran teatro, un presuntuoso de bajo nivel, maníaco sexual, acompañado por su angustiada mujer Trumeau (Iaia Forte), una bailarina de steptease que comienza su carrera, Romana (Sabrina Ferilli), y otra serie de personajes variopinto.
Jep, vistiendo absurdos sacos de colores, cuya casa reviste de libros que ya no ama, repitiendo las mismas frases de Flaubert, es el rey de las fiestas, es el habitante de las nuevas terrazas, perdido en la noche romana tras fantasmas de un pasado que ya no existe. La terraza de Scola desciende, del renacimiento y barroco de Roma, en una maraña desordenada de cúpulas y tejados, ofreciendo una visión más naïve de la cuidad. La de Sorrentino ancla en el vacío, donde la historia de la humanidad está en el fondo, imperturbable y a una distancia inconmensurable.
La terraza de Jep es la nueva Roma, superficial, polifacética, sin centro de gravedad, sin pasión, materializada e individualista. La de Scola fue la última trinchera del mundo intelectual que tenía sus raíces en el siglo XIX, lleno de pasiones y tragedias. Dos terrazas, una en 1980 y la otra en 2013, muy distantes pero como emblemas de dos imágenes de Roma, que pertenecen a dos etapas de una misma historia de monumentos en común, pero con valores diferentes.
“La grande bellezza” posee de cambios de giro estructurados como una serie de episodios vagamente conectados, la historia peripatética de Jep y al frustrado amor de su juventud. El marido de su primer amor le comunica que ésta ha muerto y juntos lloran. La muerte de la amante, simbólicamente unido a 1968 y la promesa revolucionaria, se agita sobre la vida de Jep. Mientras éste vaga por Roma y medita sobre ella, su voz en off suena a confesión.
“La grande bellezza” es el insoportable avance de la vejez, el individuo resistiendo ante la decadencia refugiándose en temas de Rafaella Carrá e inyecciones de botox, compartiendo decadentes banquetes, cínicas veladas y falsas lágrimas en los entierros. Es una hipérbole mordaz de una Roma que niega su agonía buscando en la gloria del pasado el anticuerpo al fugaz presente. Sorrentino abre su cámara a la Roma del Castel Sant´Angelo (también conocido como el Mausoleo de Adriano), Villa Borghesse, Panteón de Agripa, Piazza Navona, Fontana de Trevi, pero también a la Roma del botox, las cirugías y políticos corruptos. Dos Romas, dos mundos entrecruzados en la figura de Jep Gambardella. Sorrentino propone una biografía fragmentada (como en Il Divo), un collage de impresiones y recuerdos internándose en lo caprichoso e irregular de éstos, escapando de ese modo del relato lineal.
“La grande bellezza” sugiere casi automáticamente una comparación con el cine de Fellini “I´vitelloni“ (1953), “Roma” (1970) , “Otto e mezzo” (1953) , “La dolcev Vita” (1960), “Amacord” (1973), pero en realidad es un homenaje a ese mundo onírico que planteaba Fellini. Algunas escenas, como el inquietante encuentro del protagonista con Fanny Ardant, es semejante a las apariciones de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, las monjas que corren presurosas o el sacerdote en el columpio con su sotana flameando sobre un infierno de desolación remiten a “Satyricon” (1969), y la melancolía festiva que se esconde detrás del brillo de una vida desenfrenada recuerdan a “Casanova” ( 1976).
Negación de la realidad, miedo al cambio y un futuro incierto es el subtexto de “La grande bellezza”, el filme con el que Sorrentino, al igual que Benjamin, nos dice que “la gente es el velo a través del cual la ciudad conocida nos hace señas, con el vagabundeo como fantasmagoría, ahora en un paisaje, ahora en un cuarto”, ahora en una terraza.