Graduación

Crítica de María Bertoni - Espectadores

Porque –al menos según cierto estereotipo– la mayoría de los médicos usa con asiduidad sus teléfonos móviles, y una buena cantidad recurre a la música clásica para relajarse, una banda de sonido esencialmente compuesta por ringtones y melodías barrocas es esperable en una película protagonizada por un cirujano. Sin embargo, la alternancia entre el repiqueteo del celular del Dr. Aldea y fragmentos de Stabat Mater de Antonio Vivaldi adquieren un protagonismo a veces perturbador en Graduación de Cristian Mungiu.

El realizador rumano parece haber encontrado en esta combinación sonora otra manera de describir un presente escindido entre la inminente concreción de un plan académico de larga data y una serie de avatares que amenazan con frustrarlo. Desde esta perspectiva, la música del Prete Rosso recrean el río tranquilo donde Romeo embarcó a su hija, con destino a una Inglaterra próspera, y las señales auditivas de mensajes de texto y llamadas representan los imponderables que atentan contra el arribo a buen puerto.

Una sola alusión al comienzo de la era poscomunista le basta a Mungiu para volver a deslizar sus reparos sobre la Rumania que sobrevivió a Nicolae Ceauscescu. Acaso haya algo del cineasta de 49 años en el cirujano contemporáneo, convencido de que su generación se sacrificó en vano para intentar cambiar una sociedad sumida en vicios históricos.

Cascotazos y atentados más graves radicalizan la postura del personaje a cargo de Adrián Titieni, el mismo actor que encarnó al padre obstetra en la impresionante Ilegítimo de Adrián Sitaru. El afuera ideal(izado) que representa Inglaterra se convierte en un fin tan imperioso que justifica no sólo los medios, sino el alto riesgo de desintegración moral y familiar.

La idiosincrasia rumana irrumpe en el camino que el Dr. Romeo Aldea diseñó para su hija durante años, con miras a la obtención de una beca universitaria en el Primer Mundo. Al dilema que también se interpone, Mongiu lo plantea con un guión rico en parlamentos sustanciosos y discutibles en el buen sentido del término. Quizás para matizar tanto diálogo, el realizador construye una atmósfera inquietante, por momentos digna de un thriller.

La alternancia entre ringtones y Vivaldi parece formar parte de esta estrategia narrativa de desestabilización. Como el cirujano protagonista, los espectadores tampoco podemos relajarnos, sobre todo cuando Graduación nos pregunta maliciosamente si nosotros también nos consideramos ciudadanos sacrificados, honestos, libres de toda debilidad susceptible de inspirar y justificar la comisión de un insignificante acto de corrupción.