La gomera

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cine contra las cámaras vigilantes

En su película más reciente, el realizador filtra alusiones al cine negro y el western, con una mirada crítica que pone en duda a vigilantes y vigilados.

Para disfrutar de La Gomera más vale saber silbar como pájaro. Y si no se sabe, a aprender. Así le sucede a Cristi (Vlad Ivanov). Con él, el espectador ingresa al mundo particular que propone el rumano Corneliu Porumboiu, cuyo film más reciente formara parte de la competencia internacional en Cannes. Uno de los autores de renombre del cine contemporáneo, responsable de títulos como Bucarest 12:08; Policía, adjetivo; El tesoro; Porumboiu recurre en La Gomera al cine clásico y sus géneros, y apela a ellos como estandartes de una seguridad narrativa que el realizador, desde ya, exhibe. Pero desde una propuesta disruptiva. Porque, ¿qué es lo que entre gestos adustos y silbidos alfabéticos traman sus protagonistas? ¿Por dónde van los derroteros de este film raro y sincopado?

En La Gomera, Cristi es un policía que trama amistades en el mundo criminal, mientras persigue la resolución de un caso con un pie puesto en Rumania y el otro en La Gomera, una pequeña isla de las Canarias. Hay dinero de por medio, hay armas y hay mujeres. Y todo ello, de manera simétrica entre policías y criminales. Así, no sólo estará Cristi situado como bisagra entre uno y otro mundo, sino que también él mismo será un misterio per se. El rostro inescrutable que permite la caracterización de Vlad Ivanov no deja elucubrar hacia dónde dirige su accionar. Hábilmente, Porumboiu llevará la película hacia una espiral de semejanzas, que terminarán por poner en duda la diferencia ética en el accionar de los personajes. En todo caso, y si hay una ética, ¿dónde quedó?

En este sentido, no faltarán alusiones al comunismo y la política actual a partir de diálogos sesgados. La Gomera construye una mirada crítica sobre un tejido social corrupto y vigilado: las cámaras espías sobreabundan, todos las detentan y aceptan. De este modo, la cámara de cine, por esencia, es denuncia misma de esas otras cámaras que vigilan. En una hay poesía, en la otra no. Si se ha sobrevivido a espacios de encierro, y el cine de Porumboiu parece decir esto, aferrarse al cine es hacerlo a esa poesía.

De esta manera, y para llevar adelante su propósito estético, La Gomera se vuelve deudora consciente del mejor cine clásico, apela a su estructura y tópicos al tiempo que los enrarece. La isla La Gomera es la que permite el desdoblamiento geográfico con Rumania, habilita la dualidad idiomática, y la instancia intermedia que es el Silbo Gomero, un ardid criminal para pasar desapercibidos ante la policía. De un lado y otro, persecuciones, delaciones, chantajes y seducciones. Y silbidos.

Para llevar adelante su propósito estético, La Gomera se vuelve deudora consciente del mejor cine clásico, apela a su estructura y tópicos al tiempo que los enrarece.
La treta de los silbidos no deja de ser bizarra, basta ver la puesta en juego de este medio de comunicación en el comportamiento de los personajes: silbidos a la distancia, con los edificios como paisaje. Pero en verdad, el film no es demasiado extraño. Antes bien, ¿qué sería un film extraño? Si hay algo extraño en La Gomera, por no usual, es su elección formal, algo también discutible, vista la cinematografía del director. Así, Porumboiu apela a elipsis y actuaciones afectadas. Las elipsis ciegan al relato mientras le permiten avanzar o retroceder temporalmente (la espiral, como se decía), porque dejan en secreto las intenciones verdaderas de los personajes. Por otro lado, la afección en las caracterizaciones lo acercan a caminos transitados, si se quiere, por el cine de Aki Kaurismaki. En rasgos generales, podría practicarse también una semejanza con el cine de Christian Petzold, y particularmente con Transit, en donde el realizador alemán reformula el cine de ciencia ficción desde los parámetros de la Europa más actual y racista.

Por su parte, La Gomera apela en su fundamento al cine noir. También al western. De hecho, entre cine negro y western hay concomitancias: el (anti)héroe solo, los indios o criminales, la ciudad y la pradera; caras intercambiables que en sus mejores ejemplos escapan al planteo maniqueo. Es por eso que en una escena memorable, La Gomera se sitúa en una sala de cine (escondite predilecto del cine noir) mientras se proyecta Más corazón que odio, de John Ford. A partir de allí, la relación entre Cristi y el Ethan Edwards de John Wayne será inevitable, ya que así como le ocurre a Wayne en su desgarro entre indios y colonos, otro tanto le sucederá al policía rumano. Puesto que el desdoblamiento apela de manera esencial al cine negro, la referencia western oficia de modo connatural (y mucho más que el guiño que asimila los silbidos indios de esa escena con los aprendidos por el propio Cristi).

No es casual, entonces, que la femme fatal que compone (la también modelo) Catrinel Marlon responda al nombre de Gilda, la mujer equívoca que interpretara Rita Hayworth en la magistral película de ese nombre. Tales alusiones son muestras evidentes de un cine que ha sido. Justamente, Más corazón que odio se exhibe en una cinemateca. De este modo, es el mismo encuadre del film de Porumboiu el que oficia como memoria cinéfila, así como cuando incluya en su puesta en escena la referencia a la ducha de Psicosis –otra película que trabaja la dualidad-, pero aquí desde planos réplicas, integrados a la narrativa.

Esta relación alcanza su punto mayor en la correlación sonora y final entre la película que Cristi observa por televisión y lo que realmente sucede. Los disparos de la película televisada y los de la película que es La Gomera se confunden. Con este procedimiento, en esta fusión, Porumboiu hace de su film un artefacto consciente, atento con su historia fílmica y capaz de pensar un después cinematográfico, un más allá. Aquí las claves de por qué se trata de un gran realizador.

Como dato mayor, habrá que pensar en esos viejos decorados de estudio abandonado que la película elige como lugar en donde se fragua la resolución. Unos decorados de pueblo fantasma –de nuevo el western-, sin embargo devueltos a la vida cinematográfica gracias a La Gomera. La operación es melancólica y superadora. La película misma encarna en lo que ha sido y le devuelve una sobrevida, tal vez fugaz. La imagen resultante abre una respiración cinematográfica vivificante y lúcida.

Alcanzado el desenlace, hay una justicia poética que tiene que ver con lograr huir de los ámbitos de encierro: el policial, la cárcel, el hospital. Lo que espera, tal vez, sea una alucinación. Tan febril y hermosa como lo es el cine mismo.