La forma del agua

Crítica de Roger Koza - A Sala Llena

El último film de Guillermo del Toro está en offside. Quiere ser de una época, pero está en otra, y quienes se aprestan a verlo son hijos de este tiempo. Los espectadores de hoy pueden acomodarse a las coordenadas de las películas del pasado, dejar en suspenso la habitual incredulidad con la que sienten y analizan una película actual y entregarse a un film pretérito con cierto placer. No ocurre lo mismo frente a películas contemporáneas que se posicionan en el pasado. Quizás las películas bélicas resulten una moderada excepción, pero el instinto de época convoca a la sospecha o al desdén automático, sobre todo si el mundo representado tiene algo de cándido.

Del Toro propone una época crepuscular. Es el fin de una cultura y el inicio de otra. La que culmina es la que se puede espiar en los cines y en la televisión durante el transcurso del relato; la que se impone por su prepotencia es la que existe en el relato. En ese sentido, La Forma del Agua trata también de la forma que el cine adquiere en el tiempo, o de los tiempos que configuran un tipo de cine. Se podría conjeturar que a Del Toro le interesa detectar y filmar la intersección entre una era inocente y una nueva etapa del cine estadounidense, en la que el país y el cine se sumergen en una turbulenta organización del mundo.

Y no es solamente la Guerra Fría bajo la época de Kennedy, la confrontación con los rusos, los chinos y otros monstruos posibles (y el del propio film, que viene de Sudamérica, una región que también se transformaría un poco después en “monstruosa”), sino también el estallido de colisiones internas, momento en el que Estados Unidos se encamina a un período de su historia acaso irreversible, muy lejos del sueño de los padres fundadores. Por eso una escena clave es aquella en la que la televisión transmite una protesta callejera y la concomitante represión, y el personaje de Richard Jenkins le pide enfáticamente a su querida vecina muda que cambie de inmediato de canal.

Con la voz en off inicial que sugiere el tono general de la película el relato se inscribe en una abstracta tradición del cuento clásico. Esta es la historia de amor entre una “princesa muda” y un monstruo anfibio; es el corazón de todo, y asimismo una petición de principio: este es un relato universal. Curiosamente, lo interesante no es aquí la repetición del amor entre una criatura espeluznante (capaz de rasguñar, amputar y degollar pero también de aprender un lenguaje y apreciar otro tipo de lenguajes, como el de la música) y una mujer común, sino algunos accidentes que son decididamente estimulantes frente al platónico modelo en juego.

En efecto, la ortodoxia con la que se representa el amor romántico entre “la bella y la bestia” prescinde regularmente de erotismo; todo suele sublimarse en el evidente romanticismo que se predica cuando una entidad espantosa puede ser amada por un ser viviente que está del lado de los más bellos. En esa unión de opuestos se postula algo sublime. La Forma del Agua desatiende sin traicionar ese imperativo. Lo magnífico del film consiste en que introduce un poco de erotismo, heterodoxo para la propuesta. El deseo está presente, se manifiesta y encuentra concreción. Así, antes de que Elisa se permita tener sexo con este misterioso aquaman ex nihilo se la ve masturbarse en fuera de foco. Hay otras escenas para destacar. Como sea, la intrusión directa del deseo sexual vitaliza el film y en cierta medida lo desfantiliza. (He aquí una diferencia esencial entre el personaje principal y el de Amelie, con quien se la ha comparado en más de una ocasión: la psicótica de Jean-Pierre Jeunet no podía hacer el amor, y cuando lo hacía, deliraba; la mudez de Elisa no la restringe del contacto con lo real, más bien amplifica su curiosidad; no hablar es un pequeño impedimento, nada más).

Los detalles narrativos y los matices que se les prodiga a los personajes en general no entran en sintonía con las decisiones formales esquemáticas que materializa cada escena. He aquí el escollo más ostensible de La Forma del Agua, cuya prolijidad en el diseño general y la reconstrucción epocal pueden distraer de una incierta compaginación del conjunto de planos. ¿A qué se debe la compulsión al movimiento perpetuo de la cámara, a veces vía travellings hacia delante, planos grúa y giros semicirculares que no se detienen prácticamente nunca? La hiperkinesis visual no pertenece a ninguno de los períodos mencionados, y tampoco resulta una marca de registro contemporáneo. Es la consecución de un estilo disociado de lo que se cuenta. Detenerse luce como una interdicción, como si existiese un temor o se corriera el riesgo de perder el ritmo interior de algunas escenas. Esto tiene un efecto concreto sobre el film: siendo una película de solitarios, la intimidad, que necesita de la pausa y el respiro, se soslaya. Es así como la soledad del personaje se niega licuándose en secuencias que condensan la rutina de Elisa; o, en todo caso, se prefiere que Elisa explique verbalmente, un poco más tarde, su condición solitaria; la soledad no se ve, se dice.

Todo lo demás resalta la nobleza de los que todavía pertenecen a un mundo que se evapora lentamente. El científico soviético que preferirá la ciencia a la patria; el vecino y la compañera de trabajo que aceptarán el plan de Elisa para salvar al monstruo del sadismo militar; hasta el malvado que encarna Michael Shannon demuestra una debilidad impropia de su carácter que llama cuidadosamente a la comprensión de su conducta.

La nostalgia tiende a glorificar algún episodio del pasado. Nada en La Forma del Agua insta a relacionar su historia con el presente y con el cine del presente. Si se trata de evocar solamente una tradición y así vindicarla en el recuerdo, el film de Del Toro se justifica por su noble propósito. He aquí un límite y un ademán museístico, acaso una amorosa forma de petrificación de la tradición.