La forma del agua

Crítica de Rocío González - Leedor.com

00La última película de Guillermo del Toro cumple con todas las expectativas que sus seguidores teníamos, presentando nuevamente la tensión entre el realismo y la fantasía que caracteriza a su autoría.

La trama es acerca de una joven “princesa sin voz” quien se encuentra en el lugar donde trabaja como personal de limpieza con un ser anfibio-humanoide, con el cual conecta como con ninguna otra persona de su entorno. Este ser mitad hombre, mitad pez es torturado por el gobierno norteamericano para saber si puede ser usado de alguna manera contra los soviéticos. Y es que la película se sitúa en los años ’60, en pleno contexto de la Guerra Fría, como bien lo indican algunos elementos (la sustitución de las imágenes pintadas por la fotografía en las publicidades, el Cadillac como epítome de la sociedad de consumo, la televisión en cada hogar)

Como hiciera con El laberinto del Fauno, el contexto histórico de una guerra es fundamental para construir un relato realista, en el que irrumpe un elemento fantástico. Del Toro propone fábulas, y por lo tanto, los personajes deben ser maniqueos: malos porque sí, por ansias personales, por poder, pero fundamentalmente porque tienen un alma oscura, y por lo tanto persiguen a cualquier personaje que aporte luz. Son estos personajes luminosos quienes no tienen cabida en el realismo, quienes aparecen como solitarios, desconectados de su entorno. En muchos casos son huérfanos, como aquí el personaje de Elisa, interpretado por Sally Hawkins. El mundo fantástico aparece no tanto como una vía de escape de la realidad, sino como la posibilidad de que existe otro mundo distinto, al cual verdaderamente pertenecen.

Así, en el universo Del Toro, hay varios guiños a la dimensión mítica: el personaje de la Sirenita de los hermanos Andersen resuena con fuerza, también el hombre-pez sospechosamente se parece al mejor amigo de Hellboy, Abraham “Abe” Sapien, y se dice de él que era adorado en Sudamérica como una divinidad. El cine que se encuentra bajo la casa de Elisa se llama Orpheum, como el dios del sueño griego. No sólo el agua es un elemento central (que ya se encuentra en otros filmes: El espinazo del diablo, El orfanato) sino que aquí la comida es algo que usan los personajes para agradar, y de allí que surja el nombre de Tántalo: Giles (Richard Jenkins) compra pasteles porque está enamorado del chico que atiende el bar, Elisa hierve huevos con los que alimenta a su enamorado.

Pero lo más importante de la dimensión mítica es su carácter atemporal: cuando el mundo realista indefectiblemente termina en tragedia, el mundo fantástico propone una irrupción de esa línea temporal lógica que supone la muerte. El mito existe en un no-tiempo, y también en un no-lugar (no es casual que el film se llame la forma del agua, cuando su característica central es ser informe). En ese limbo que propone la fantasía, es que existe la felicidad que los héroes del relato no pueden encontrar en la realidad.