La forma del agua

Crítica de Jessica Johanna - Visión del cine

La última película de Guillermo del Toro, La forma del agua, es un bello cuento de amor y de hadas entre una mujer muda y una misteriosa criatura anfibia.
Elisa (la exquisita Sally Hawkins), la princesa sin voz, como la llama el narrador de la película, es una muchacha muda que vive sola en un departamento ubicado arriba de un cine poco frecuentado. Su vecino, Giles (un encantador Richard Jenkins, quizás el más sólido del reparto), que también hace de narrador, es un hombre solitario, un alcohólico recuperado que intenta seguir trabajando de lo que sabe hacer: pintar publicidades en una época donde comienza a terciar la fotografía. Entre los dos hay una amistad fuerte e incondicional que se pondrá a prueba a través del film.

Elisa trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio de alta seguridad en plena Guerra Fría. Allí tiene otra amiga, Zelda (Octavia Spencer), que habla por todo lo que no habla ella y que, por su color de piel, también, a veces, es tratada como diferente.

Los días de Elisa se parecen todos entre sí, aunque eso no sea precisamente malo. Encuentra sus momentos, comparte otros con su vecino viendo películas clásicas o acompañándolo al local de pasteles al que él quiere ir sólo con la intención de poder conquistar a un muchacho que allí trabaja, y llega a su lugar de trabajo algo tarde pero siempre logra fichar a horario gracias a Zelda. Todo esto lo hace con una sonrisa y, a veces, con pasos de baile.

Cuando al laboratorio arriba una extraña criatura (encarnada por Doug Jones), mitad pez y mitad humana, las cosas comienzan a revolucionarse. Con ella aparece Strickland (Michael Shannon, gran compositor de malvados), sádico y encargado de proteger (es decir, conservar) a este extraño ser. Además de las situaciones que genera en el laboratorio, provoca algo en la propia Elisa que lo ve encerrado y se compadece. Es la única que logra comunicarse con él, porque es la única que lo intenta. Con paciencia comienza a acercarse hasta ganarse su confianza.

Hasta que las cosas se ponen cada vez peor para esta asustada criatura, acá encerrada y maltratada constantemente, que supo ser venerada como un Dios en el lugar de donde proviene. Elisa no puede soportar dejarlo ahí y planea escaparse con él. Pero este romance no parecer estar destinado a ser, especialmente con el perverso Strickland detrás.

La trama, que podría sonar entre absurda y bizarra, está construida con una sensibilidad y belleza únicas, algo parecido a un largo sueño. Guillermo del Toro es un gran creador de monstruos humanos, monstruos no como algo malvado y temeroso, sino como algo distinto. Y a lo distinto es a lo que a veces se le tiene tanto miedo. Y en esa idea de rechazar lo diferente podrían caer también Giles por su homosexualidad o Zelda por su color de piel.

La forma del agua desprende tanto amor por el cine como por sus personajes. A excepción de Strickland -a quien parece intentar querer pero él se lo hace imposible (no obstante, sí se encarga de mostrarnos cómo y por qué el personaje es así)-, cada uno de los principales y secundarios están tratados con mucho cariño y cuidado. Acá también logra resaltar Michael Stuhlbarg en el papel del científico que esconde otro secreto. Algo no siempre sencillo de lograr: hay una gran construcción de todos los personajes, cada uno tiene su dimensión, ninguno queda desdibujado.

La película está escrita junto a Vanessa Taylor, mayormente guionista de series, pero la historia es del propio director. Y de eso no quedan dudas. No sólo por ese monstruo con alma, esa criatura incomprendida y marginada, sino porque en el personaje de la propia Elisa se pueden ver atisbos de otros personajes femeninos que ha sabido retratar en sus películas anteriores. Todas conforman un universo sólido y propio.

Como era de esperar la dirección de arte es otro de los puntos fuertes. Guillermo del Toro sabe estar en cada detalle y son aquellos los que le terminan de brindar el tono de cuento a la película. Un cuento no apto para niños, con momentos inclusos de violencia que impresionan pero son necesarios para comprender lo que se quiere narrar.