La forma del agua

Crítica de Enrique D. Fernández - Metacultura

Adorable criatura

A lo largo de su vasta trayectoria, el mexicano Guillermo Del Toro supo construir un universo cinematográfico influenciado por las películas y la literatura que lo formaron para dedicarse a comprender el subgénero fantástico. Claro que la verdadera cualidad que enaltece sus trabajos se distingue porque Del Toro es un enamorado de sus personajes y antepone el desarrollo de sus identidades. Siguiendo con esta costumbre podemos catalogar a La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) como la más ambiciosa de sus creaciones. Recopilando los modismos comerciales del estilismo americano (por momentos distinguimos relecturas de Spielberg y Burton), encontramos un Del Toro inspirado por los monstruos del periodo clásico para relatarnos una aventura romántica en medio de la paranoia nuclear.

Ambientada durante unos años cincuenta caldeados por la Guerra Fría que enfrentaba a los bloques de Rusia y Estados Unidos, la historia acompaña a Elisa Esposito (Sally Hawkins), una empleada de limpieza muda, que se siente desplazada del ámbito cotidiano que debe soportar, mientras trabaja en un laboratorio gubernamental. Su encuentro con una criatura mutante que está siendo investigada por los científicos, y torturada por los militares, será el puntapié para uno de los romances más originales y atractivos que se haya visto en el circuito comercial (es interesante que bajo semejante propuesta se haya convertido en una de las películas más galardonadas durante la temporada de premiaciones).

Con La Forma del Agua se cierra una trilogía iniciada con El Espinazo del Diablo (2001) y que continúa con El Laberinto del Fauno (2006), donde el realizador impregna el belicismo para transformar el ambiente histórico (en las primeras dos la Guerra Civil Española y en esta última La Guerra Fría). La subtrama que se presenta como conflicto ideológico respecto a las internas políticas entre los americanos y los soviéticos es el escenario que determina el trasfondo de la narrativa. Sin embargo, es una constante que no interfiere con las relaciones de sus personajes (el entorno de Elisa únicamente se preocupa por cuestiones laborales o familiares, sin involucrarse en las diferencias ideológicas que le preocupan al antagonista de Strickland o el científico ambiguo de Hoffstetler).

Nuevamente el intérprete fetiche para darle vida a las encarnaciones de Del Toro es el contorsionista Doug Jones, quien compone una especie marina que comparte las mismas características que Abe Sapien, el investigador anfibio que acompaña a Hellboy. La presencia física de Jones representa otro de los componentes importantes en la filmografía del director, respecto a que sus monstruos sean palpables al momento de interactuar con los humanos (descarta los recursos animados impuestos por el digitalismo y sostiene la costumbre de mostrar a sus criaturas con uniformes analógicos). De esta manera, la relación entre los personajes de Hawkins y Jones se sostiene con mayor solidez durante el relato.

Desde el aspecto narrativo Del Toro es un cineasta clasicista que entiende la mecánica del mainstream. Lo demuestra en Titanes del Pacifico (Pacific Rim, 2013), donde el espectador es consciente del ensamblado que los mastodontes despliegan durante las batallas, a diferencia del aparatoso Michael Bay y su frustrante franquicia de Transformers. Pero en La Forma del Agua denotamos que termina acelerando la estructura del desarrollo (la película funciona aunque se termina apurando en cuestiones puntuales) y reformula recursos populares (durante las primeras secuencias se comporta como Jean-Pierre Jeunet y retrocede a los musicales dorados de Hollywood).

La Forma del Agua es una película fascinante desde su tecnicismo poético (hasta el condimento sexual se acomoda y no termina siendo forzado), puesta en escena y reparto (lo de Richard Jenkins es sublime como el personaje mejor abordado de toda la película, y tanto Hawkins como Shannon también brindan actuaciones a la altura de su reputación). Cabe destacar que en el relato persiste el compromiso con las funciones del género, las cuales nunca descuidan la perspectiva aventurera y romántica, motivando a que el espectador pueda conectarse con las distintas vertientes de la historia. Aunque podemos remarcarle cuestiones específicas, este es el trabajo más adulto en la carrera de Del Toro (antepone los dilemas personales con total seriedad), y el que mejor resume las influencias que lo convirtieron en un enamorado del séptimo arte.