La favorita

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El poder institucional hecho farsa

Al griego Yorgos Lanthimos le bastaron apenas un puñado de films para sumarse al grupo de los pocos cineastas contemporáneos del ámbito internacional con una muy marcada y esplendorosa idiosincrasia propia vinculada al humor negro, el surrealismo, los tabúes y la sátira social más cáustica y dolorosa. Hablamos específicamente de Canino (Kynodontas, 2009), sobre un matrimonio que mantenía en aislamiento a sus hijos, Alpes (Alpeis, 2011), acerca de un servicio de “reemplazo” de seres queridos fallecidos para facilitar el duelo, Langosta (The Lobster, 2015), que giraba en torno a los mecanismos más impersonales de conseguir pareja, y finalmente El Sacrificio del Ciervo Sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017), sobre la lógica de la venganza y el necesario sadismo contra la alta burguesía soberbia de siempre. La Favorita (The Favourite, 2018), su tercer proyecto en inglés y el primero que no tiene un guión firmado por el susodicho, venía precedido de una generosa expectativa y lo cierto es que no defrauda para nada porque volvemos a toparnos con un trabajo prodigioso que desarma todas las previsibilidades formales del cine mainstream.

Aquí en esencia Stanley Kubrick vuelve a ser el punto de referencia excluyente en lo que respecta al planteo general de la realización, justo como ocurría con El Sacrificio del Ciervo Sagrado, y en términos concretos es Barry Lyndon (1975) la película que sin duda Lanthimos eligió como pivote sobre el cual edificar esta sátira acerca de la manipulación, la altanería, el canibalismo, la banalidad, el delirio y la idiotez institucional del poder político de ayer, hoy y siempre: mientras que el mítico director norteamericano trabajaba desde la frialdad y lo paródico implícito el ascenso social/ económico/ cultural de Redmond Barry (Ryan O'Neal) y su metamorfosis en Barry Lyndon, el europeo se sirve de unos diálogos extremos, ingeniosos y siempre hilarantemente despectivos y anacrónicos -cortesía de los guionistas Tony McNamara y Deborah Davis- para alejarse en parte de Kubrick, quien de todos modos dice presente vía una profusión de majestuosas tomas en gran angular y ojo de pez, y eventualmente dar forma a una obra maestra cuya mordacidad política y sexual la conecta tanto a los opus previos del griego como a la inefable ironía de los Monty Python.

El catalizador de la historia es la llegada de Abigail Hill (Emma Stone) al palacio real británico a principios del Siglo XVIII, cuando la nación estaba en guerra con Francia, para pedirle trabajo a su prima Sarah Churchill (Rachel Weisz), nada menos que la que posee la batuta del gobierno inglés ya que la monarca de turno, Anne (Olivia Colman), es una mujer que acusa una enorme debilidad a escala física y psicológica que la lleva a convertirse una y otra vez en un títere de los “consejos” de una Sarah muy despiadada que la tiene a su total merced. Si bien Abigail tuvo una vida atormentada porque ella misma formó parte de la nobleza y terminó siendo entregada por su padre a un alemán que la violó sistemáticamente a lo largo de años y años, su aparente humildad pronto deja espacio a una voluntad de poder tan avasallante y brutal como la de su prima, lo que hace que su periplo dentro del patético centro de decisiones del país la conduzca primero a ser una criada, luego una subordinada de Churchill y finalmente la mujer de mayor confianza de la reina, en especial cuando descubre el “secreto” de su competencia para controlar a la influenciable monarca, el sexo.

Como decíamos con anterioridad, Lanthimos hace un uso exquisito de la hiper realidad que posibilita el gran angular, el ojo de pez y lentes semejantes, no sólo incorporando todo el mobiliario y el arte cortesanos sino también deformando/ engrandeciendo los paisajes y los personajes, con el objetivo de subrayar de manera sublime el trasfondo sarcástico del film; a lo que se suma una catarata de planos contrapicados/ desde ángulos bajos que en vez de empoderar a los protagonistas -como indicaría su uso pautado en el “manual no escrito” de los recursos del cine- lo que hace es ridiculizarlos al transformar su ambición y crueldad en una fachada demacrada que siempre está a punto de caerse para sacar a relucir el hecho de que la coraza en cuestión oculta un interior tan débil y naif como el de la reina que no se condice para nada con la retahíla de burlas, insultos, amenazas y fantochadas varias de conspiración, voracidad y/ o traiciones entrecruzadas. La imagen está permanentemente al servicio del dispositivo retórico y nunca sólo como un lienzo bello de por sí, concepción que suprime la idea hegemónica del preciosismo industrial superficial en obras de época.

Ahora bien, el film funciona además como un análisis durísimo del instante en el que el poder pasa de estar empardado a la destreza relacionada con el sobrevivir a directamente mutar en un fin en sí mismo, sobre todo cuando la posición en el gobierno se consolida y permite olvidar el trecho recorrido hasta allí, circunstancia que a su vez pone de manifiesto la tercera dimensión de la capacidad de mando, la vinculada a su condición de mecanismo en última instancia suicida (siempre aparecerá alguien con el mismo anhelo de acumular autoridad llevándose puesto a quien sea) y sexual (la obtención de placer a costa de un otro pasivo/ mancillado apunta a un acuerdo negociado tambaleante de lucha maquiavélica por imponerse). Lanthimos vuelve a demostrar que es también un gran director de actores ya que obtiene un desempeño genial del trío protagónico y de Nicholas Hoult, quien compone a Robert Harley, líder latifundista de la oposición y artífice del abogar tanto en contra del aumento del impuesto sobre las tierras como a favor del cese de hostilidades con Francia para que la alta burguesía comercial pueda seguir tranquila encarando sus negociados. La Favorita desnuda con brillantez y desparpajo las miserias, contradicciones y callejones sin salida de una clase dirigente enterrada hasta la cabeza en un lodazal que ella misma generó vía su corrupción plutocrática demencial y la falta del más mínimo apego a la vida, al punto de fagocitarse toda la riqueza disponible como un parásito implacable que en farsas como la presente queda al descubierto en su pusilanimidad, personalismo, mediocridad y codicia…