La extranjera

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

No es bueno que la mujer esté sola

Como su protagonista, que fluctúa entre dos países, la nueva película del director de Plaza de almas se atiene primero a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, pero termina explicitando todos los conflictos internos de sus personajes.

Es posible que a La extranjera, opus 2 de Fernando Díaz, le suceda lo que a su protagonista, que durante casi toda la película fluctúa entre dos países, dos pertenencias, dos versiones de sí misma. En términos cinematográficos, la película de Díaz (quien después de su ópera prima, Plaza de almas, trabajó durante una larga década como realizador de documentales para la televisión francesa) se atiene, durante largos tramos, a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, renuente al psicologismo. Finalmente, opta por lo contrario, explicitando, con pelos y señales, todos los conflictos internos de los personajes, que hasta entonces habían permanecido soterrados. La sensación que queda es que aquellos largos planos del comienzo, en los que la cámara observa a la protagonista sin pretender arrancarle confesiones, fueron apenas el paso previo para terminar desembocando en un “juego de la verdad” que, como en el teatro o la televisión, permite saberlo todo, aclararlo todo.

Lejos de las obviedades (y la vulgata hippie a destiempo) de Plaza de almas, las secuencias iniciales de La extranjera tienen misterio. Por aquello que no dicen, que no llegan a ver, que no pretenden dilucidar. En una ciudad que no es argentina, una mujer atiende el guardarropas de una disco y hace tareas de limpieza. Pasea sola, va a ver una fiesta callejera, vuelve a su trabajo y, por corte directo (más un salto que un corte, como volverá a suceder un par de veces en el curso de la película), ya está en un avión. Baja en Ezeiza, se toma un ómnibus, va a parar a un pueblito y, en el pueblito, al despacho de un escribano, que le habla de unos papeles, una chacra, una muerte, una sucesión. La cámara se acopla al ritmo interno de la protagonista, prefiriendo la verdad del plano antes que la imposición narrativa. El tiempo fluye lento, cansino, sin acontecimientos destacados. Como la propia vida en el pueblito de Indio Muerto, donde María (la ajustada María Laura Cali) ha venido, directamente desde Barcelona, a hacerse cargo de la chacra que dejó el abuelo, último pariente vivo, que acaba de morir.

Es paradójico el modo en que María se va quedando en Indio Muerto: no lo decide nunca del todo, pero hace un resuelto esfuerzo de adaptación. Ocupa la casa del abuelo, pide un caballo, aprende a montar, hace arrope, se defiende de un puma escopeta en mano. Alrededor de ella afloran ciertos tipos, herencias, tal vez, de un costumbrismo involuntario. Como Tulio, típico comerciante de pueblo, dueño del almacén y “poronga” de la zona, al que Roly Serrano pinta como cerdo arrastrado y peligroso. O la criada (Norma Argentina) que observa a la recién llegada con mezcla de envidia y recelo pueblerino. Sobre todo al enterarse de que “viene de Europa”, como Tulio se ocupa de enrostrar a los cuatro vientos. Algunos tipos son, más que típicos, ligeramente inconcebibles. Como el que Arnaldo André encarna con prestancia: un gentleman que parecería haber extraviado el camino al country en medio del polvo de San Luis, y que congracia a la “extranjera” con patays y arropes.

Quién es esa mujer, cómo fue a parar a Barcelona, por qué se mantiene a distancia, son cosas que el último tercio de película se ocupará de contestar, todas y de a una, echando mano de ciertos tópicos (el padre-víctima de la dictadura), mientras hace equilibrio para no caer del todo en otros. Como la inevitable seducción entre el señor local y la señora visitante. Se esquiva ese lugar común, pero se cae en otro peor, cuando ambos “extranjeros” terminan trayendo el progreso a la zona. Como si hiciera falta ser porteño para tener el empuje y la visión necesarias para convertir el arrope, de mera conserva para consumo de vecinos, en producto de exportación internacional. Proyecto tan megalómano, en definitiva, como podría serlo el de algún caudillo provincial con manías de grandeza.