La epidemia

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Terror en el más real de los mundos

Fábula de contagio, exhibe un universo en el que las “fuerzas del orden” resultan tanto o más letales que las del desorden.

Realizada cinco años después de La noche de los muertos vivos, en su momento The Crazies confirmó que los terrores de George A. Romero (New York, 1940) no provenían sólo de lo más profundo del inconsciente, sino del más real de los mundos. Casi cuarenta años más tarde, La epidemia (título con el que en Argentina se estrena la remake de The Crazies) demuestra que ese mundo romeriano de pura entropía, en el que las “fuerzas del orden” resultan tanto o más letales que las del desorden, era el de los ’70, pero también el de hoy mismo. ¿O la Guerra de Irak no terminó de demostrar que las “respuestas” militares son mil veces más peligrosas que las del presunto Mal que dicen combatir?

Dirigida por Breck Eisner (hijo de Michael, ex CEO de la Disney) y producida por el propio Romero, La epidemia es una versión algo atenuada del original, cuyo salvajismo tal vez la haría intolerable, hoy en día, para un público masivo. Todo transcurre en esa representación a escala que desde el western en adelante son los pueblitos del interior estadounidense. Ogden Marsh, Iowa, para el caso. De pronto, en medio de ese ritual nacional que es la inauguración de la temporada de béisbol, un vecino cruza la cancha como ido y con una escopeta en la mano, obligando a David, sheriff del lugar (Timothy Oliphant, que parece una réplica de Bill Paxton, veinte años atrás), a una decisión que de ahí en más cargará en su conciencia. Como en todo relato epidémico, todo funciona por efecto dominó. Más y más vecinos aparecen chorreando sangre y asesinando al prójimo, para desesperación de David, Judy, su esposa médica (la neocelandesa Radha Mitchell), y su alguacil, Russell (el interesante Joe Anderson).

Pero cuando el intendente del pueblo se niega a cortar el agua, con el argumento de que en plena temporada de cosecha no puede hacerse una cosa así (razonamiento semejante al de su colega de Tiburón), empieza a quedar claro que más peligrosas que los infectados son las autoridades. La llegada de los agentes de la Salud Pública –que tratan a los sospechosos de infección como prisioneros de campos de concentración– y, peor aún, de los miembros de la Guardia Nacional –que en caso de duda abren fuego sobre mujeres y niños, para después incinerarlos con lanzallamas– no hará más que confirmarlo. Todavía falta el ejército, que como en Piraña es el causante de lo que ahora viene a reprimir, por supuesto que con los métodos más terminales. Lo que los uniformados hacen oficialmente, los fachos de la zona lo completan por izquierda. Un grupo de rednecks, impedidos de cazar por estar fuera de temporada, dará a los infectados el lugar de patos de kermesse.

Hay en la situación una amarga ironía, muy propia de Romero, llevada al extremo mismo del genocidio y la aniquilación. En la propia escena introductoria se anticipa el final del asunto, con el pueblo entero de Ogden Marsh ardiendo en llamas. El truco es que ese no es en verdad el final: el final-final es peor aún. Lo otro es, claro, la paranoia, la desconfianza del otro y hasta de sí mismo, propia de toda fábula de contagio. Cualquiera puede haber contraído la “locura”, porque la bacteria que la produce viaja primero por el agua y después por el aire, y ni los propios protagonistas están a salvo de ello. Así como en El amanecer de los muertos las ceremonias de exterminio sucedían en un shopping, aquí los dardos sociales y políticos tienen por blanco un 24 hs. Devastado y arrasado, los altoparlantes del lugar siguen promocionando –en el colmo del descerebre mecánico– ofertas y beneficios para nadie.

Superando notoriamente su alarmantemente vacua Sahara (2005), es posible que Breck Eisner exhiba aquí menos humor del aconsejable. Atenuada la bestialidad del original (cuya post civilización incluía filicidio, incesto y una abuelita que asesinaba con su aguja de tejer), Eisner narra los clímax con nervio, buen timing y ajustado uso del montaje. Síntoma de época, eso no le basta, sintiéndose obligado a “inflar” cada pico dramático con efectos de shock y golpes sonoros. Como si el relato mismo no fuera suficiente para darle un buen susto al prójimo.