La deuda

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

En crisis. Desde hace años, el dinero suele ser eje de numerosos largometrajes de ficción del cine argentino. También lo es en La deuda, aunque resulta notable lo que su director hace con el tema. Si en películas recientes como La odisea de los giles (2019, Sebastián Borensztein) o Animal (2018, Armando Bo) la plata suele ser motivo de fascinación, mezquindad y rencores, aquí es sinónimo de sufrimiento, de búsqueda ansiosa. No hay planos detalle de billetes ni un final en el que el acopio de capital asegure felicidad: los personajes se relacionan dificultosamente mientras el dinero les resulta algo necesario y esquivo. Nadie lo obtiene gracias a un ardid malicioso, simplemente se lo usa para pagar, se gana y se pierde, se pide y se presta.
No es la primera vez que Gustavo Fontán incursiona en la ficción con actores profesionales: ya lo había hecho en su olvidada Donde cae el sol (2002, con Alfonso de Grazia) e incluso en otras de sus películas, de estructura narrativa más elástica, como Elegía de abril (2010) o El limonero real (2016). Aquí, si bien hay un relato ceñido a un personaje principal (Mónica, joven empleada que en pocas horas debe reponer una suma de dinero faltante en la oficina donde trabaja) y varios actores conocidos (a Belén Blanco, con su singular rostro y medida expresividad, se suman Marcelo Subiotto, Leonor Manso, Edgardo Castro, Waltar Jacob y Andrea Garrote en roles secundarios), la intención no pasa por la tensión que genera un conflicto a resolver, al modo de Dos días, una noche (2014), de los Dardenne. En realidad, ni el desenvolvimiento de un clima de intriga ni el planteo de un dilema moral parecen haber sido premisas del guión, escrito por Fontán junto a Gloria Peirano.
Uno de los objetivos que La deuda, claramente, se ha planteado, es jugar con las expectativas del espectador, retaceando información y dejando abiertos algunos datos. El personaje de Edgardo Castro, por ejemplo, ¿es un hermano, un amigo o una ex pareja de Mónica? Y el de Leonor Manso ¿es la madre, una vecina o una compañera de jornadas compartidas en el bingo? Éstas y otras preguntas, como las relacionadas con los motivos del abatimiento de la protagonista, van generándose a medida que la acción avanza, atravesando una historia que el espectador deberá completar con su propia mirada y sus pensamientos. Al mismo tiempo, el trabajo de Fontán como director, la fotografía de Diego Poleri, la edición de Mario Bocchicchio y la angustiosa música incidental conducen el periplo de Mónica hacia algo algo extraño y pesadillesco. Las idas y venidas en auto por las calles del conurbano bonaerense, en medio de la madrugada, o las situaciones mismas en el interior de los distintos departamentos, aunque tienen una base real, se desvían permanentemente hacia algo turbio. Por ejemplo, el ingreso de Mónica al bingo –trasladada por la escalera mecánica como si descendiera a los infiernos– transmite esa turbadora sensación. Al comienzo, entre los preparativos por el cumpleaños de la hermana en el departamento de ésta, hay un clima distendido y agradable, pero ya allí el marido (Pablo Seijo) comenta que han echado gente de su trabajo. De todos modos, la intranquilidad va más allá de lo que ocasionalmente diga algún personaje: la ambientación, la luz enrarecida, los encuadres y sobreencuadres van descomponiendo el ánimo, asomando algunos gestos de solidaridad en medio de la desapacible noche.
Esa deuda asumida de modo irresponsable, desencadenando una crisis posterior, permite una lectura por la cual el problema de Mónica puede ser general, como si representara a la sociedad argentina en su conjunto. Interpretación que ratificaría el tramo final, en el que su figura se confunde y se multiplica con las de otros ciudadanos que, al despuntar un nuevo día, salen al ruedo con su fragilidad, su miedo a cuestas y el impulso por salir a pelearla, pese a todo.