La danza de la realidad

Crítica de Nicolás Garcette - Fancinema

Browning, Fellini y Gilliam filmando el Chile de los años 1930

Alejandro Jodorowsky es un artista multifacético, echador de cartas, dramaturgo y escritor, gran soñador, guionista de historietas -por lo cual es más conocido en Francia, donde vive desde 1953-, director de cine y se nos olvidan unos cuántos talentos más. En La danza de la realidad, adapta su autobiografía y relata su infancia en los años treinta en Tocopilla, una ciudad del norte de Chile atrancada entre el Pacífico y el acantilado del desierto del Atacama. Oriundo de una familia judía-ucraniana que lleva una tienda de lencería femenina, el joven Jodorowsky está traqueteado entre su padre, un comunista obsesionado por Stalin y el dictador chileno de la época, Carlos Dávila, y su madre -Pamela Flores-, que habla cantando.

Es poco decir que su nueva película después de veinticuatro años desborda de vida. A los 84 años, Jodorowsky ofrece un precipitado de sus recuerdos que mezcla con sus fantasías, sus sueños, sus obsesiones, para regalarnos un baile visual extraordinario. La danza de la realidad es a la vez su Amarcord, su Fenómenos y sus Aventuras del barón Munchausen. Es extravagante y audaz, poética y tierna, original e inventiva, cargada de psicoanálisis y de “psico-magia”, esa técnica curandera inventada por él mismo. Es la caravana monstruosa -en el sentido de excesiva, prodigiosa, fuera de lo común- del circo Jodorowsky.

En el centro de la pista están Alejandro joven -Jeremias Herskovits- y su padre, interpretado por el propio hijo de Jodorowsky viejo, Brontis Jodorowsky, en una inversión vertiginosa de los papeles. Seguiremos las tribulaciones de los dos, en Tocopilla y en un Chile exuberante y sombrío. Quizás al seguir así los dos, el padre después del hijo, el relato se debilita un poco. Pero la magia de las imágenes cuidadosamente compuestas por Jodorowsky termina por llevarnos hacia un final apaciguado.