La danse: El Ballet de la Opera de París

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El arte del movimiento

La danza, o el arte del movimiento estilizado del cuerpo humano, fue la protagonista excluyente del fin de semana cinematográfico en nuestra ciudad. Dos películas la hicieron suya: la española El Baile de la Victoria, de Fernando Trueba, y la francesa La Danse, del legendario documentalista estadounidense Frederick Wiseman. El estreno simultáneo de ambas película configura todo un signo del estado del cine mundial y de nuestra cultura en particular: la primera, especie de compilación de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, se estrenó en casi todos los complejos cinematográficos de la ciudad; mientras que la segunda, verdadera obra maestra del género documental, se presentó únicamente en el Cineclub Hugo del Carril (ya está fuera de cartelera) por obra y gracia de los esfuerzos de su programador, Guillermo Franco, para traerla a Córdoba. Se trata de un dato elocuente, que no empaña el excepcional año cinematográfico que vivimos.

Casi se podría decir que El Baile de la Victoria utiliza a la danza (y a la música y la poesía) como mera excusa argumental, acaso para llegar a un público masivo pero específico, que entiende a la cultura como un tipo más de consumo. ¿Hay acaso algún amor por el arte en esta película estereotipada, perdida en su vocación de volverse universal, en su obsesión por globalizarse, o todo es mera impostura, mera pose de ocasión? La respuesta está más cerca de la segunda opción, arriesga el comentarista, a pesar incluso del currículum de sus responsables, el español Trueba (director de las recordadas Belle Epoque, Calle 54 y El sueño del mono loco, entre otras) y el escritor chileno Antonio Skármeta (autor de la novela original, coguionista e intérprete de un personaje). La película, sin duda, no está a la altura de sus antecedentes, aunque bien mirada parece una derivación lógica de su asociación: El baile de la Victoria es también una nueva (y pésima) traducción cinematográfica del realismo mágico latinoamericano, un movimiento difuso que más de una vez derivó en un costumbrismo vacuo, for export, pensado para el gusto del eurocentrismo colonialista (y por eso no resulta casual que fuera elegida por España para representarla en los Oscar). Especie de thriller folletinesco, de melodrama novelesco y sentimentaloide, El baile… se centra en tres antihéroes arquetípicos en busca de una utópica redención. Su contexto es el regreso de la democracia chilena, momento en el cuál se dicta una amnistía para ciertos presos que beneficia a Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín), un famoso ladrón argentino de bancos, y Angel Santiago (Abel Ayala, el actor de El polaquito), un joven paria que sueña con dar un gran golpe, aunque antes se cruzará con el amor de su vida, una bailarina muda y anónima, hija de desaparecidos (Miranda Bodenhofer). A partir de aquí, se estructurará una típica historia de redención, donde cada personaje deberá enfrentar una gran odisea liberadora (triunfar en el mundo del ballet, recuperar la estima perdida de un hijo, realizar el gran robo final, etc.), que llevarán a la película a perderse cada vez más en la grandilocuencia, la pomposidad, el sentimentalismo vacuo, la falsa afectación y los clichés más obvios, llegando varias veces al ridículo. Ni siquiera el oficio formal de Trueba (que con el metraje se va perdiendo en su voluntad por impactar, por filmar estampitas para el consumo primermundista), ni las forzadas actuaciones de sus intérpretes, pueden salvar al fin a una película condenada a la intrascendencia.

Diametralmente distinto es el caso de La Danse, un ejemplo magnífico sobre cómo filmar a una institución: Wiseman es un maestro en el tema, y aquí explora en todos sus vericuetos al famoso Ballet de la Opera de París, una verdadera comunidad viva que trabaja bajo un mismo objetivo, la danza. Sin títulos explicativos, ni ninguna voz en off, Wiseman logra trasladarnos a la interioridad más íntima del Ballet de París: a los ensayos de sus cuerpos de baile y a sus posteriores presentaciones (con grandes obras como El Cascanueces, de Tchaikovsky), pero también al trabajo de sus directores administrativos, a sus reuniones burocráticas, a la labor en las diferentes dependencias del establecimiento (desde la sastrería hasta la cocina o la limpieza y sala de maquillaje), abarcando todos los rincones del considerado segundo mejor ballet del mundo, hasta las mismísimas cloacas del Teatro de París. Todo, filmado con una maestría formal inusual (con predominio de planos generales pero calculados al milímetro para invisibilizar al camarógrafo) que permite apreciar tanto la belleza extrema del baile como los más mínimos detalles del espacio físico y arquitectónico, acaso la quintaescencia del cine. Semejante trabajo obsesivo (que requirió doce semanas de rodaje, un año de montaje y 130 horas de filmación) traduce precisamente un amor incondicional por el arte en cuestión (el cinematográfico sobre todo, pero también por el ballet), e implica también una concepción del cine como un vehículo de descubrimiento, un modo privilegiado de conocimiento y de reflexión sobre el hombre y sus circunstancias.

Por Martín Ipa