La dama de hierro

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

LA VIEJA SANTA

La única razón para ver este film reside en descifrar en qué pensaban (y pensaron luego) el guionista, la directora y los productores antes y después de rodar este film inconsistente; película absurda, carente de rigor formal e histórico, y supuestamente redimida por las bondades del make up y la mimesis de su actriz estelar

El extraordinario Elvis Costello le dedicó un tema, y no fue precisamente “Ella”. En “Tramp The Dirt Down”, indignado por las políticas de Margaret Thatcher, Costello decía: “Bueno, espero que duerma bien de noche, y que no la persiga cada detalle”. Si hay algo que La dama de hierro deja en claro, en esta hagiografía light de quien fue tres veces consecutivas Primer Ministro de Inglaterra, es que por las noches “ella” duerme poco y la acechan sus recuerdos, incluso un fantasma.

Vemos a quien todavía vive rodeada de guardias y prácticamente aislada del mundo yendo a comprar leche, ese alimento básico que alguna vez, como Secretaria de Educación, les quitó a las escuelas primarias de su país. Es una salida ocasional, porque la primera mujer Primer Ministro del mundo occidental está vieja y padece de demencia. Quienes la cuidan saben que habla con su marido, que murió hace años. Y en ese diálogo imaginario se precipitarán los recuerdos o cómo la hija de un tendero se transformó en un paladín del ultraconservadurismo mundial.

Férrea creyente de la voluntad individual, Thatcher, desde muy joven, ya descreía de la caridad del estado. El esfuerzo lo es todo y el ahorro un método. Nada de limosnas solidarias, se trata de un saber de la experiencia, “una buena economía doméstica”, como discute de joven en una cena con políticos profesionales. No mucho después, Inglaterra conocería la traducción económica (e ideológica) de esa intuición: ajustes, debilitamiento de los sindicatos, privatizaciones desmedidas y una fe acrítica en la economía de mercado. La disciplina fiscal es un artículo de fe.

Pero el punto de vista del filme es otro, y la política es una referencia ineludible pero secundaria, excepto si se lee en la consagración de la mandataria el triunfo del sexo débil en un territorio meado eternamente por machos. En ese sentido, uno de los pocos momentos interesantes de la película es el primer ingreso de Thatcher a la Cámara de los Comunes. Casi parece una película, casi se intenta pensar la puesta en escena. La interacción en el recinto, la contienda discursiva y la asimetría entre los hombres y las mujeres tienen una traducción en la puesta en escena. Será la única vez. De lo que se trata es de humanizar al monstruo. Detrás de aquella mujer implacable hay una viejita que ama a su hija, extraña a su hijo ausente y no puede terminar el duelo por su esposo. Thatcher, además, ama a Kipling y es fanática del musical El rey y yo, de Walter Lang, y en su fuero interno siente la espiritualidad franciscana. Una operación narrativa supuestamente apolítica pero esencialmente ideológica.

Si bien en el abordaje cinematográfico lo político y lo histórico fluctúan entre el videoclip y una nota ilustrada inspirada en Billiken, la Guerra de Malvinas tiene un peso simbólico distinto. Aquí, Thatcher, que compara a las Malvinas con Hawaii, desconoce la piedad. Califica a la Junta Militar como una banda de fascistas, una aseveración políticamente exacta pero extraña, pues su admiración por Pinochet fue siempre de público conocimiento: en El caso Pinochet de Patricio Guzmán se puede constatar el amor y el respeto entre la mandataria y el dictador, en un pasaje que incluye un diálogo sobre las islas. ¡Qué encanto verlos juntos!

La dama de hierro sugiere que la guerra con Argentina, un golpe azaroso de nacionalismo espurio que atenuó el descontento social, unificó los antagonismos sociales que vivía entonces Inglaterra. En ese sentido, los dos gobiernos apostaron, en tiempos distintos, por una misma táctica: la reconstitución de un (viejo) enemigo externo como método de solventar y diluir las contradicciones y enfrentamientos en el seno de una sociedad dividida. El patriotismo, extraña pasión y en ocasiones sustancia volátil de una experiencia colectiva y extasiada de pertenencia, funciona a menudo como una distracción eficaz para validar prácticas injustas y dislocar el núcleo esencial de una discusión que determina un proyecto político.

Se dirá que Meryl Streep está fantástica. Su mímesis oral es evidente, sus gestos y movimientos corporales casi parecen una clonación simbólica. Pero ¿desde cuándo copiar se ha convertido en un mérito dramático? Como el sujeto en cuestión es inglés, la tendencia de Streep a la exageración interpretativa pasa por las inflexiones de la voz, lo que no llega a ser inadecuado debido a que las modulaciones propias del inglés británico tienden al estereotipo. Pero no hay mucho más que maquillaje y ademanes. En ese sentido, a pesar de que las pelucas y el make-up son mejores en La dama de hierro que en J. Edgar, la interpretación de Di Caprio de Hoover no pasa por la imitación sino por la encarnación de una experiencia subjetiva en un contexto sociopolítico específico. Y si puede establecerse un orden comparativo entre Di Caprio y Streep, tal procedimiento, odioso pero útil, resulta inválido entre los respectivos directores, Phyllida Lloyd y Clint Eastwood.

La dama de hierro no está lejos de un telefilm de medio pelo. Su montaje mecánico y perezoso y su abordaje liviano y poco riguroso resultan ideales para ver el film en un tiempo en el que el vocablo ajuste suena como un mantra en el continente europeo, incluso en la isla de los corsarios.