La dama de hierro

Crítica de Demian Paredes - La Verdad Obrera

Una película más liviana que el aire

Recientemente estrenada en nuestro país, La Dama de Hierro (The Iron Lady, 2011), de la directora Phyllida Lloyd y la guionista Abi Morgan, es, desde su estreno, una obra controvertida, que ha suscitado una gran cantidad de debates, dentro de Gran Bretaña y en el resto de los países en los que se ha ido exhibiendo.

Y esto es así porque, si bien no se le puede exigir a una biopic –como al arte en general– que haga, como condición sine qua non, un pormenorizado retrato histórico y político de su protagonista y época; en el caso de una película que tiene como personaje principal a –nadie menos que– Margaret Thatcher, esto entonces es, por lo menos, una superficialidad de muy malos resultados.

E incluso, si se hiciera simplemente el ejercicio de tomar al pie de la letra las intenciones declaradas de la directora del film, de hacer algo “apolítico”, el resultado también es malo: para ver la decadencia de una vida en la llamada “tercera edad”, tenemos obras excelentes, como Fresas salvajes (1957), de Ingmar Bergman, o Las invasiones bárbaras (2003), del canadiense Denys Arcand, por mencionar sólo dos. La Thatcher que hoy padece demencia senil (en la realidad), y que trata de recrear Lloyd, es de una superficialidad y convencionalismo totales. No hay claroscuros, desgarros, contradicciones, luchas, anhelos ni resignaciones en el personaje. Apenas una suerte de pobre anciana, “víctima de las circunstancias”.

Y si pasamos a asociar al (malogrado) arte de dirección y guión –solamente rescatado por una firme y versátil (y maquillada para cada momento de la vida de Thatcher por un equipo de 19 personas) Meryl Streep [1]– al tema de la propia vida del personaje, tenemos más de lo mismo: convencionalismo y superficialidades. Porque, además del amague de una joven Thatcher que comienza su carrera política luchando contra el machismo del Partido Conservador –en una suerte de guiño al feminismo–, todo su accionar de gobierno es apenas trabajado. Apoyándose en imágenes de archivo, quien vea La Dama de Hierro sabrá (si es muy joven; o muy probablemente recordará) los enfrentamientos, desde fines de la década de 1970, contra los sindicatos, el IRA, la Guerra de Malvinas y el rechazo al proyecto del Euro y la Unión Europea. Pero todas las vicisitudes, contradicciones, presiones y alternativas ante cada momento histórico es despachado sin más, brindándonos entonces una Margaret Thatcher descafeinada, light, donde una “hija de almacenero”, con “ideales firmes” (¿cuáles?) y “convicciones” (de nuevo: ¿cuáles?) llega a la cima del poder... para luego ir descendiendo. Lamentablemente o se idealiza-empobrece al personaje humano, o se lo disfraza ideológicamente: como una anciana que sufre, no es creíble; como dirigente de la ofensiva de la restauración neoliberal (en un puesto dirigente de vanguardia, que compartió con el presidente norteamericano Ronald Reagan –quien aparece sólo una vez–), tampoco. (Incluso se obvia que el marido de Thatcher, ya fallecido, fue un millonario derechoso, un rabioso anticomunista; en el film aparece como el fantasma de un viejito divertido que hace chanzas.)

Así y todo, esta película no ha dejado a nadie conforme. El experimento “centrista” de Lloyd y Morgan (que además, escribe libretos para los laboristas) provocó el rechazo de los thatcheristas (la llamaron “fantasía izquierdosa”), y de los dos hijos de la ex primer ministra, que rechazaron la invitación al estreno. Y el Primer Ministro inglés, Cameron, dijo: “Es más una película sobre el envejecimiento y los elementos de demencia que sobre una Primera Ministra estupenda”. Tanto la actriz como la directora le respondieron, en un extraño debate, donde nuevamente el arte se hace a un lado, para pasar a discutir las ideologías e intenciones políticas. “El retrato que hacemos de ella no es irrespetuoso. Es doloroso, pero es verdadero. Es la vida.

Queríamos mostrarla en el final, ver la totalidad de una vida intensa y turbulenta”, dijo Streep –quien además fue opositora en su país al presidente Reagan–. Y la directora dijo: “En Gran Bretaña, Thatcher es considerada como una santa, un ícono o un monstruo, y creemos que ese debate está atrofiado. Queríamos contar otra historia, la de su ascensión al poder en un mundo de hombres, sus recuerdos, su soledad”.

Como ya se dijo aquí, ni “historia de vida” ni “biografía política”. Lloyd y Morgan disfrazan a Thatcher de humanista (por ello escribe cartas de puño y letra a las madres de los soldados ingleses muertos en Malvinas) e incluso se les desliza algún perfil político (equivocado), como cuando decide enviar tropas a las islas, indignada por el atrevimiento de “un grupo de fascistas” (la Junta militar argentina). Pero nada dice de su alianza en esa guerra con Pinochet, a quien llamó “arquitecto de la democracia chilena”, ni de las brutales consecuencias del cierre de las minas, que acabaron con 20.000 puestos de trabajo. Si bien aparece alguna “denuncia” –como cuando un personaje de la oposición le endilga la responsabilidad por los muertos del IRA en una huelga de hambre–, globalmente, esta Thatcher está planteada (presentada) como una “mujer luchadora”... pero ocultando para quién (y cómo) luchó.

[1] Streep por este papel ya ganó un Globo de Oro, una nominación a los Screen Actors Guild Awards (el premio que los actores se entregan a ellos mismos) y otra para el Oscar. Jim Broadbent (quien hace de marido), Olivia Colman (la hija) y Alexandra Roach (Margaret cuando joven) hacen también buenas interpretaciones de sus papeles.