La cueva de los sueños olvidados

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

ASOMBRO EN LO PROFUNDO

La primera película en 3D...

“Buscar paisajes que todavía no hemos ofendido, planetas que aún no existen, paisajes soñados”, decía Herzog hace un tiempo. Filmar lo que todavía no tiene una imagen ha sido uno de los vectores de su cine. Lo extremo y lo excéntrico son otras características ostensibles, pero Herzog es el cineasta de nuestra especie: entiende el costado poético materialista de Darwin y por tanto ve a la especie humana como una especie entre especies. Su especialidad son los hombres y, aunque por momentos un nihilismo juguetón es visible en sus películas, Herzog no es un practicante de la misantropía.

El eje de La cueva de los sueños olvidados es una anécdota de montaña y un hito evolucionista. En 1994, unos exploradores se encontraron con un pasaje angosto en una zona montañosa cercana al río Ardèche en el sur de Francia. Al adentrarse en la cueva descubrieron una suerte de museo de arte paleolítico. Entre cristales que parecen esculturas de parafina, había pinturas rupestres: leones, caballos, rinocerontes, bisontes, incluso las palmas de las manos de estos artistas inimaginables de hace más de 33.000 años podían verse sobre las rocas utilizadas como lienzo. Después del descubrimiento, el gobierno de Francia selló la entrada con una puerta parecida a la que se utiliza en los bancos. Preservar el hallazgo y a su vez estudiarlo fue la política adoptada. Ciencia sí, turismo no.

Son los científicos y algunos artistas, entre ellos Herzog y un equipo mínimo de rodaje (por un tiempo breve), los que han podido y podrán visitar este territorio encantado, aunque se proyecta una réplica exacta para que el público pueda ver la Cueva de Chauvet (Chauvet es el apellido del líder de la expedición). Quizás la mejor opción sea otra: visitarla a través del ojo mecánico y tridimensional de Werner Herzog.

El plano inicial es un travelling hacia adelante en un viñedo. Paulatinamente, la cámara se mueve y el efecto en 3D anticipa una intención: hacer partícipe a quien mira de un viaje. A menudo, en el cine 3D lo que importa, algo ya establecido casi como una regla, es que la imagen se escape de la pantalla física. Los objetos se salen del rectángulo blanco y los recibimos ópticamente a menor distancia; así los sentimos cerca, están con nosotros. El procedimiento de Herzog durante todo el film será inverso: serán los ojos los que se implicarán con el plano percibido en 3D. La profundidad de campo ampliada es un aliciente para el observador. Son los ojos los que deben encaminarse.

A partir de esto, incluso, se pueden adivinar las intenciones de Herzog cuando elige un falso plano de intromisión de la pantalla hacia la platea, un plano subjetivo desde un parapente en el que una persona frenará al camarógrafo volador. El modo como sucede parece ser un efecto de salida, pero en realidad es el mismo movimiento propuesto desde un inicio: se ataja la mirada, y las manos de quien frena el vehículo volador simplemente detienen al camarógrafo.

La estructura narrativa es sencilla: ver las pinturas, los espacios circundantes, escuchar las opiniones de distintos científicos, volver a ver las pinturas y propiciar nuevas preguntas. En algún momento habrá un viaje tridimensional a través de un diseño computacional de toda la estructura de la cueva; literalmente, es un viaje óptico inolvidable que funciona además como interludio de un esquema preciso que Herzog sigue y viene repitiendo en sus recientes documentales: cabezas parlantes, paisajes no discursivos y su intervención reflexiva (que oscila entre el sentido común y la indagación filosófica) se combinan de tal modo que sus filmes constituyen ensayos generales sobre la especie y sus creencias, películas que pueden ser tan cinematográficas como televisivas (de autor, según su compatriota Kluge), tan extremas como accesibles. En todas ellas preexiste un concepto que organiza secretamente lo que vemos.

Diríase que Herzog es nuestro cineasta darwinista por excelencia: su lente mira nuestra especie y las mil formas de adaptación, sin olvidar nuestra interacción con las otras criaturas que pueblan el mundo y la intersección entre lo artificial y la naturaleza. Jamás postula, si se mira con atención, ningún elemento transcendental que dé sentido al escenario del mundo constituido por materia: el límite es la inmanencia. En Herzog, el mundo no es jamás la expresión de un diseño inteligente y profundo. La Tierra y nosotros en ella estamos simplemente en una involuntaria travesía a la deriva, sin un origen que respalde nuestra empresa exploratoria. ¿Una cosmología conscientemente atea? Sí, y sin vacilación alguna, incluso si el objeto del documental es el Dalai Lama. Eso no oblitera ni el asombro ni el placer sensual de estar en el mundo, ni siquiera impide maravillase por la obsesión metafísica de postular entidades sagradas. El animal del lenguaje imagina, delira, inventa.

En Herzog ha sobrevivido una experiencia vital en extinción: la noción de aventura. Ir en búsqueda de lo desconocido. Lugares sin palabras, tierras sin imágenes, se trata de buscar siempre un antes de la civilización, el afuera del orden del discurso. Evidentemente, una experiencia erosionada por diversas prácticas cotidianas en donde todo está a la vista para devenir en mercancía simbólica. Herzog, todavía, consigue validar una experiencia moderna del movimiento ligada con la expedición. Trasladarse es moverse de un lugar que conocemos a uno que desconocemos. La experiencia del mundo todavía se resiste a una codificación total. En Herzog, el genoma de nuestra vida simbólica sigue siendo indescifrable.

La primera interpretación de las pinturas es de Herzog. En la figura de los leones y los caballos ve el inicio del cine, su prehistoria. En efecto, son pinturas que intentan dar cuenta del movimiento, y es ahí donde quizás habría que localizar a los primeros cineastas y animadores. Más tarde, Herzog se preguntará si la invención del alma humana no tendría allí su genealogía, declaración central de la película, pues se pronuncia en un estilo especulativo, minutos después de que uno de los científicos apela a un salto metafísico. Más que homo sapiens –dirá el hombre de ciencia– somos homo spiritualis, lo que Herzog niega dialécticamente minutos después y recupera en clave darwinista. Es que el alma, desde un punto de vista clásico y ortodoxo, jamás puede ser una invención. Que la genealogía del alma ha tenido lugar en esa cueva remota significa simplemente que en esas pinturas y algunas ceremonias sagradas que acompañaban su realización se estaba instituyendo un léxico poderoso en el cual se proponía un algo más allá del mundo. Ese más allá tendrá más tarde su correlato en la interioridad, otra invención, desde esta perspectiva, de lo que se predica la prehistoria del alma.

En un epílogo delirante y filosóficamente relevante, Herzog sugiere en una visita enigmática y cómica a un invernadero situado a pocos metros de las cuevas y más cerca de una planta nuclear, en donde viven unos cocodrilos albinos, quizás mutaciones vivientes frente a la exposición nuclear, que esas criaturas son nuestros dobles. ¿Qué clase de asociación es ésta? Una lectura posible de Un maldito policía en Nueva Orleans es que no es otra cosa que un cuento filosófico sobre nuestra condición animal, algo así como un film sobre el carácter dominante de nuestro complejo R, la zona cerebral que supuestamente compartimos con lagartos y serpientes. Ese giro cómico al final de La cueva de los sueños olvidados tiene una resonancia filosófica que excede la asociación libre y la tendencia al humor.

Finalmente, Herzog en 3D tiene (un) sentido. Los primerísimos planos del suelo de la caverna, los travellings sobre los huesos animales y los famosos dibujos son operaciones formales con un fin específico. El 3D en Herzog funciona como un dispositivo destinado a superar la representación cinematográfica, el plano dimensional que refiere a la pintura y a la fotografía, trastocado por el movimiento pero sin superar la distancia inconmensurable entre lo que es visto y quien mira.

La búsqueda parece ser muy diferente a la de Cameron y Burton, dos supuestos autores que han trabajado en tres dimensiones. Aquí no se trata de estimular sensorialmente la percepción sino de alterar la experiencia sustituyendo la representación (que, por definición, implica una distancia entre el observador y lo observado). Una exigencia ontológica se le impone a Herzog, y quizás también una difusa e inconsciente deontología respecto de un registro que, por ser histórico e irrepetible, debe reproducir más que representar una experiencia. La cámara debe ser literalmente una extensión de nuestra mirada, una experiencia óptica democratizada, tal vez fallida pero intensa, pues ni usted ni yo veremos por nuestros propios ojos las cuevas de nuestros antepasados, ese escenario primordial en el que nacieron los sueños y en donde Herzog creyó encontrar los primeros esbozos del cine.