La cueva de los sueños olvidados

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

La aventura del conocimiento

Un estreno fenomenal le puso el broche de oro a un año rico y diverso en lo que hace al séptimo arte: cada vez se ve más y mejor cine en Córdoba, y la llegada de la última película de Werner Herzog a las salas 3-D confirma que estamos en un camino alentador. Grandes obras de cinematografías de todo el mundo se pudieron ver en el circuito de cine alternativo: El hombre que podía recordar vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul), Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues), De dioses y hombres (Xavier Beavouis), La vida útil (Federico Veiroj), Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz), Le quatro volte (Michelangelo Frammartino) o Poesía para el alma (Lee Chang-dong) demuestran que hubo riesgo y confianza en la calidad. Las salas comerciales también aportaron lo suyo, estrenando películas de Abbas Kiarostami (Copia certificada), Wim Wenders (Pina), Nanni Moretti (Habemus Papam) o hasta del rumano Radu Muntean (Aquel martes después de Navidad), algo hasta hace poco impensable. Por no hablar del cine cordobés, que dio películas para todos los gustos, siempre de buen nivel, aunque tuvo puntos altísimos con Yatasto (Hermes Paralluelo) y De Caravana (Rosendo Ruiz), dos vértices de un fenómeno en franca expansión.

Por eso el estreno de La cueva de los sueños olvidados es más una confirmación que una sorpresa: Córdoba se está consolidando como una plaza cinéfila, un refugio secreto para una pasión que no tiene patria ni límites geográficos, pues su hábitat natural es una sala oscura donde se proyecte cine. Quedará mucho por hacer, sin dudas, pero por ahora se puede asistir en dos salas de la ciudad (Dinosaurio de Rodríguez del Busto y Showcase) a un verdadero tratado cinematográfico, a una experiencia en parte nueva para nuestro habitual contacto con el cine, otro modo de ver y explorar el mundo. Porque La cueva de los sueños es mucho más que un filme sobrela Cuevade Chauvet, descubierta en 1994 en el sur de Francia, famosa por albergar las pinturas rupestres más antiguas que haya conocido la humanidad, acaso el testimonio más contundente del impulso artístico (y la naturaleza social) del Homo Sapiens. Porque si bien Herzog no evita reflejar en su película el costado académico del acontecimiento, con diversos testimonios que explican la importancia de los descubrimientos y sus consecuencias, su impulso esencial es bien otro: la aventura de buscar lo desconocido se diría, o la necesidad de restaurar nuestra capacidad de asombro ante el mundo y los seres que lo habitan. Herzog es el cineasta científico por excelencia, precisamente porque es capaz de desacralizar la ciencia y restaurar su impulso esencial, su razón de existir: la necesidad de conjurar lo desconocido y de aprehender el mundo circundante.

Es crucial en este aspecto el uso que Herzog hace del 3-D, que ahora sí tiene sentido. El primer plano de la película adelanta una filosofía y una estética: al ras del suelo, en un travelling hacia adelante, Herzog recorre un viñedo que nos llevará hacia la montaña donde se descubrióla Cuevade Chauvet. El uso de la profundidad de campo y de toda la amplitud del plano, que luego combinará con precisos planos detalle, instala ya al espectador en un nuevo paradigma visual, donde la tridimensionalidad sirve para reconstruir con mayor precisión y verosimilitud el mundo que la cámara atrapa, o lo que es lo mismo ofrecer a quien ve la mayor autenticidad posible en su experiencia perceptiva. El filme de Herzog se convierte así en una exploración (y un desafío) de los límites de la cinematografía, ya que secretamente se pregunta por la razón de ser del cine, sobre su capacidad para captar al mundo y sus límites para transmitirlo en toda su amplitud, en todos sus registros (al igual que la ciencia, cuyos límites para comprender el pasado quedan patentes en los diálogos con el cineasta). Por eso emocionan los dibujos que albergan estas paredes antiquísimas, conservadas por el azar (la cueva quedó sellada tras un desprendimiento de la montaña) y compuestos hace más de 33.000 años. No sólo impresionan su nitidez y la calidad de los artistas que los crearon, sino también el impulso vital que revelan, donde Herzog descubre incluso el primer atisbo de la cinematografía: caballos o rinocerontes dibujados contiguamente para simular el movimiento expresan sin dudas una prehistoria de este arte de la reproducción.

Pero habrá más, ya que como siempre Herzog pasa todo por su propio ojo lúdico, por su propia mirada, que siempre destila humor y un poco de demencia: descubrirá así el costado excéntrico de los científicos que lo acompañan, explorará sus teorías y obsesiones, se detendrá en hallazgos impresionantes de la cueva pero también saldrá al exterior para descubrir su contexto (y proponer una inquietante reflexión final sobre nuestra especie), e incluso desafiará su propio dispositivo con la inclusión reiterada de música en off o algún sonido incorporado en la postproducción a la película. Lo seguro, en todo caso, es que el espectador difícilmente será el mismo luego de pasar porla Cuevade Chauvet descubierta por Herzog.

Por Martín Iparraguirre