La cueva de los sueños olvidados

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Bajo relieve

El furor popular por el cine en 3D parece haber disminuido, o tal vez el producto ya está instalado y no es necesaria la fastidiosa campaña de marketing con la que se anunciaba el cine del futuro antes del estreno de Avatar. A la hora del balance de 2010, el año en que se impuso el nuevo formato, un sector de la crítica que se obsesiona con encontrar valores en el mainstream colocó entre lo mejor del año a la citada Avatar y a Toy Story 3. Pero en 2011, con la llegada a nuestras pantallas de lo último de Wenders y Herzog, fueron los críticos de la buena conciencia cinéfila los que legitimaron el procedimiento ofreciendo argumentos implacables para elogiar el relieve digital. Los defensores del canon anunciaron entonces que por fin descubriríamos lo que el nuevo dispositivo puede ofrecer cuando es utilizado por auténticos creadores de prestigio. Si nos alejamos tanto de la pose como de la defensa automática, el panorama es más complejo y decepcionante. El uso del 3D en las grandes producciones hollywoodenses genera un espectador más pasivo, restringe la mirada y satura los sentidos, aunque muchas películas provocan algo similar sin utilizar la novedad tecnológica. En el caso de Pina, el 3D se destaca con intermitencias en algunas escenas coreográficas pero queda bastante lejos de una utilización constante y pertinente. Werner Herzog también se aventura con un documental para domesticar el relieve; con lo cual, en apariencia, el nuevo artilugio técnico es más apropiado para las coreografías, los documentales y los dibujos animados.

La cueva de Chauvet contiene un grupo de pinturas rupestres, las más antiguas que se conocen hasta el momento, que representan la variada fauna que habitaba Europa en el paleolítico superior, hace treinta y dos mil años. Herzog obtuvo una autorización para ingresar con un equipo reducido a la gruta, filmar los dibujos e instaurar una nueva y diferente presencia humana. El fascinante puente que se crea de manera natural entre los dos tiempos genera una poesía insondable, el relieve permite que el espectador navegue en un espacio cerrado y prohibido como en un sueño a través de las cavidades. Pero la promesa de un placentero vagabundeo entre las sorprendentes pinturas se diluye rápidamente por la gravedad física y didáctica, por una banda de sonido pomposa y por la voz impostada del propio Herzog pronunciando frases trascendentes. La cueva de los sueños olvidados se parece a una película institucional de divulgación, un trabajo por encargo que destaca las virtudes del equipo que protege la gruta. Herzog convoca a arqueólogos, paleontólogos y técnicos de todo tipo para comentar cada paso que da en la caverna. El discurso científico tiene un lugar tan importante que reprime la formidable capacidad de la película para extraer lo real con sus imágenes. Estamos ante un Herzog contenido que se libera sólo en el epílogo, cuando ya es demasiado tarde. El entusiasmo inicial por la posibilidad de descubrir con poesía las mutaciones de los seres vivos, su necesidad de crear y dejar un legado, se ahoga en una producción pedagógica demasiado ilustrativa en la que el discurso racional se instala como un murmullo tranquilizador. En encuentro entre la nueva tecnología y un cineasta habituado a los desbordes genera, paradójicamente, una película prolija, razonable y prudente.