La crónica francesa

Crítica de Santiago García - Leer Cine

La crónica francesa parece realizada para facilitar la valoración de los espectadores y críticos. Lleva el estilo del director Wes Anderson a su estado más elevado y al mismo tiempo menos sorpresivo, generando la sensación de que se está repitiendo o auto parodiando. Es la sensación inicial, la fácil, la directa. También, al tener muchas historias dentro de la película, es sencillo acusar al director de ser cada vez más preciosista y barroco, a la vez que más frío y cada día menos humano. Como en todo film de Wes Anderson, si uno viera la película muchas veces, encontraría cien capas de detalles que iluminan las intenciones de su obra en general y de esta en particular.

Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), editor del revista The French Dispatch, muere repentinamente de un ataque al corazón. De acuerdo a lo expresado en su testamento, la publicación de la revista se suspende inmediatamente después de un último número de despedida, en el que se vuelven a publicar tres artículos de ediciones anteriores del periódico, junto con un obituario. La película narra la historia detrás de cada uno de esos artículos, además de describir el funcionamiento de la publicación previo a la muerte de Howitzer. La película tiene tres grandes historias que vienen luego de la presentación, donde se cuenta un cuento más breve: El reportero ciclista por Herbsaint Sazerac (Owen Wilson). La acción principal transcurre en la década del setenta, la historias son anteriores.

La primera es por lejos la mejor. La obra maestra de hormigón por J.K.L. Berensen (Tilda Swinton) cuenta la historia del artista Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro), un personaje violento que está cumpliendo condena por asesinato. Tiene como musa inspiradora a su guardia cárcel Simone (Léa Seydoux) y pasa sus días como el blanco y negro en el que está filmado este sector del largometraje. Hasta que un dealer de arte, Julien Cadazio (Adrien Brody) lo descubre y lo ve como a un verdadero genio. La búsqueda por convertirlo en el artista más importante de su generación es el puntapié inicial para contar, siempre en tono de comedia, las locuras del arte y la imposibilidad de controlarlo.

Revisiones de un manifiesto por Lucinda Krementz se mete de forma jocosa con el Mayo francés y genera nuevamente una comedia acerca de los sueños, los delirios y las tonterías de los jóvenes de esa época. Puede ser tanto un gesto de ternura como una crítica feroz, con Anderson en este caso es muy difícil de precisar. Aunque sube la apuesta estética acá los actores se han lanzado a actuar de actores de Anderson y están particularmente aburridos y fueras de cualquier interés. Ni actores se necesitaban para contar lo que se cuenta aquí. El preciosismo, sin embargo, alcanza planos maravillosos.

El comedor privado del comisionado de policía por Roebuck Wright (Jeffrey Wright). Durante una entrevista televisiva, Roebuck Wright relata la historia de una cena privada con el comisario de policía a la que él mismo asistió. La cena se interrumpe cuando el hijo del comisario, Gigi, es secuestrado y retenido por delincuentes para pedir rescate. Hay aquí tres o cuatro planos que sirven para conmover en el tráiler pero que no generan nada dentro de la película. La belleza apabullante del cine de Wes Anderson es indiscutible, pero su funcionalidad ya es otra cosa. Aquí busca contar historias dentro de historias y este juego de cajas chinas es más cansador que disfrutable.

Al revistar el descomunal elenco de la película, queda claro que hay dos actores que han entendido todo y estos son, no por nada, los que más han trabajado con Wes Anderson: Bill Murray y Owen Wilson. Ojalá estuvieran más tiempo en pantalla. Pero la mencionada historia del artista preso funciona también en ese nivel con sus tres protagonistas, solo Tilda Swinton, con una exageración que le queda bien a Jerry Lewis pero no a ella, arruina la experiencia. Tal vez sea intencional, el presentador es inferior al material que presenta.

El orden de la historias afecta la apreciación de estas. Poco a poco la energía del espectador disminuye, abrumado por tanto material en la pantalla o aburrido por los recursos hermosos pero ya demasiado conocidos de Anderson. Hay genuinos momentos gloriosos, bellos, sofisticados. Pero la multiplicación de personajes y detalles impide una conexión más directa. “No llores en mi oficina” le dice Howitzer a un empleado que acaba de despedir. El empleado mira sobre la puerta y ve un cartel que dice que no se llora. Más allá del chiste, Anderson renuncia oficialmente a la emoción. Varios de sus films anteriores conseguían, partiendo de su distanciamiento habitual, emociones profundas que podían ser acompañadas por reacciones más básicas. Acá solo queda espacio para la risa y una leve melancolía, pero nada que cale muy profundo.

También queda claro que la película juega con personajes de la vida real y puntualmente con la revista The New Yorker. Los dibujos del final son un homenaje concreto, pero eso no le suma mucho a la película, más bien lo contrario. La voz en off de Anjelica Houston es de una enorme belleza y ayuda a generar clima en más de un momento. La paleta de colores y el artificio de Wes Anderson también son un bálsamo para un cine cada vez más feo y desprolijo. El director vive y filma bajo su ley. A veces salen mejores películas que otras, pero esta casa de muñecas de ninguna manera es una obra para pasar por alto, porque nos entrega varios momentos cinematográficos bellos y puros.