La crónica francesa

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

La revista que escribe imágenes

Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la más reciente película del director de El gran hotel Budapest es un fresco amoroso y delirante sobre un periodismo tal vez pretérito.

Se lo ha dicho y cómo no reiterarlo: La Crónica Francesa es una nota de cariño a determinado periodismo, al que se hacía en el siglo pasado, en papel y con otros criterios (y tiempos) de redacción (y de lectura). Tal vez todavía más o menos se lo practique. De este modo, su director, Wes Anderson, dice algo más: la nota de cariño no deja de ser hacia cierto cine, el que se hacía en el siglo pasado también. Por eso, y con la consciencia de ser un norteamericano en tierra francesa, Anderson introduce el film desde la cita explícita a Jacques Tati, a través del famoso edificio donde vivía el tío (Mon oncle) interpretado por el actor y director genial: una fachada de ventanas y escaleritas que ofrecían desde el exterior un recorrido de laberinto. La elaboración cerebral de ese gag es insuperable, y Anderson la calca admirado.

La Crónica Francesa consiste en el “paginar” de la última edición de la revista “The French Dispatch”, una publicación norteamericana en suelo francés, en una ciudad que la película imagina. Por eso el nexo inmediato con Tati (Anderson debe ser uno de los escasos directores norteamericanos que saben de Tati) y el viaje en bicicleta del cronista que interpreta Owen Wilson, cercano al espíritu del cartero de Jour de fête o del propio Monsieur Hulot. Pero lo que sobre todo importa es cómo Anderson apropia las referencias y logra que habiten en su mundo, construido película a película, entre imágenes de composición precisa y personajes/actores que son parte de un entramado feliz. Es decir, hay un mundo Anderson que existe y se (re)visita, y esto es algo que lo emparenta, de alguna manera, con otros grandes como Federico Fellini, Tim Burton, y desde ya, el mismo Tati.

La película consiste en tres crónicas, una guía de viajes y un obituario. Y comienza por el desenlace, anunciando el último número de “The French Dispatch” –es un periodismo que ya no existe, vale recordar–. El obituario es el del propio director de la revista (Bill Murray), quien así lo estipula por testamento. Con él todo termina (la película también). Pero para llegar allí, antes los relatos. Historias de cuño Anderson en donde la imaginación cobra vuelo mientras mira el mundo que ya no está entre las imágenes actuales: tal es el cometido del periodista ciclista de Owen Wilson. Fotografías que entrevén lo que era en lo que es. El antes y el después. El equilibrio delicado entre gatos en los tejados, humanos en la superficie, y ratas en las alcantarillas. Con un índice de cuerpos en el río que se sostiene a pesar del crecimiento demográfico. Y ancianos que temen tropelías de niños educados en la fe religiosa. Hay un hálito de contaminación creciente que forma parte de un paisaje mentirosamente encantador, porque todo está negro. Y esto es algo que el redactor tendrá que discutir con el editor. A las notas se las pelea y es todo un plantel de plumas el que habita entre las páginas de esta revista ¿imposible? A propósito, destaca la manera desde la cual Anderson caracteriza a cada redactor, apenas con un plano, en donde la información está organizada y ensamblada como si de un cuadro humorístico se tratase. Y éste no es un rasgo menor, sino mayor, en virtud de la relación explícita que el film traza con la ilustración gráfica, la de aquellas revistas en donde el lápiz del dibujante decía de maneras filosas y con humoradas tan certeras como el texto más profuso (a no perderse las ilustraciones que acompañan los créditos finales, afines a las portadas del New Yorker).

La segunda historia la interpreta un pintor preso (Benicio del Toro) y hundido en la belleza de su guardiacárcel (Léa Seydoux). Entre los dos, una distancia que sólo el lienzo reúne. Las pinceladas guardan un misterio que un ávido merchant (Adrien Brody) sabrá catalogar de “moderno”. A partir de allí, la locura misma de llevar a las galerías y consagrar al artista condenado por homicidios (más de un eco se plantea con El artista, la película de Cohn & Duprat con Sergio Pángaro y Alberto Laiseca). La resolución es genial. Pero no hay que olvidar que se trata de historias narradas por alguien. Aquí es el turno de Tilda Swinton, cuyo acento y composturas dicen a un auditorio que escucha embelesado (por lo menos así lo parece) mientras simula cierta avidez alcohólica y confunde alguna diapositiva con una suya: desnuda. Entre el blanco y negro y el color, el episodio dialogo en tiempos diferentes y detiene a sus intérpretes a la manera de los efectos digitales de clase “Matrix”: pero los detiene de verdad, como estatuas de quietud simulada a las que el movimiento de la cámara da una profundidad 3D que bien haría en aprender tanto cine digital.

Frances McDormand, otra de las figuras convocadas al film.
La segunda crónica troca todo al blanco y negro, con un mayo francés como escenario. Por allí anda la periodista (Frances McDormand) tras su historia, estableciendo relaciones íntimas con un joven militante (Timothée Chalamet), con quien tal vez no debiera. Universidad, estudiantes, libros apilados, discusiones aceradas, la milicia y los padres. En algún momento, la cámara fija de Anderson se pone al hombro, en plena calle, donde destaca el escaparate de una tienda (“L’Americaine”), para que el brillo estilístico de la Nouvelle Vague asome radiante: Anderson respira cine. Un disfrute absoluto, con mártir incluido.

La gran historia final se descubre por capas. Podría ser la historia del periodista entrevistado en televisión (Jeffrey Wright), sobre cómo la literatura, el periodismo y “The French Dispatch”, lo excarcelan y validan su amor homosexual; también es la historia “gastronómica” que pide la publicación, pero que deriva en una trama de espionaje, donde hay pesquisas que seguir para dar con el paradero del niño secuestrado, que no es otro más que el hijo del comisario (Mathieu Amalric). Acá es el vínculo con la historieta y la animación en donde la película vive, con un aire de folletín interminable. Entre medio, la constatación del experto chef Nescaffier (Steve Park) de haber probado un gusto desconocido, en una sustancia prohibida con la que casi pierde la vida. ¿Cómo hace el cine de Anderson para llegar a tales instancias? Allí el encanto perfecto. Todo está organizado, premeditado, con la animación como paso estético sustancial por acorde con la suma de piezas precisa que el director encastra. Todo controlado, con una rítmica preciosa, poderosa, que estalla en tantas esquirlas visuales que vuelven imperioso rever la película.

El obituario es el desenlace anunciado, de manera tal que la película se encuentra con su comienzo y se concibe como ciclo. De esta manera, podría volver a iniciar. Adquiere, así, un rasgo mítico, por asociable a esa época de años pasados, ahora contados desde el recuerdo y la fantasía. La plantilla de redactores se reúne y despide a quien los apadrinara, quisiera, discutiera y cuidara. Su cuerpo, como debe ser, reposa sobre el escritorio. En torno suyo, las palabras surgen y se complementan en una misma historia, de pluma y firma plural. La máquina de escribir teclea.