La crónica francesa

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

¿Te acordás de la época dorada del periodismo?

El estreno de “La crónica francesa” venía precedido de una gran expectativa. En primer lugar porque se demoró mucho debido a la pandemia, y en segundo término porque es una película firmada por Wes Anderson, que en los últimos años viene despertando tantos elogios como polémicas. Si algunos cuestionaron al director texano por el recargado regodeo estético de “El gran hotel Budapest”, bueno, sólo esperen a ver “La crónica francesa”. No es que Anderson se haya olvidado de contar historias o de crear personajes inolvidables (en “Moonrise Kingdom”, de 2012, todavía podía hacerlo perfectamente), pero ya es evidente que el realizador de “Los excéntricos Tenembaum” ha preferido encerrarse y cuidar con esmero su casa de muñecas, con sus elaboradísimas puestas en escena y sus guiños cinematográficos. Su nueva película es básicamente eso: una obra que se disfruta al máximo en los detalles, pero que en esencia pierde su centro.

La acción transcurre en una ciudad imaginaria de Francia, Ennui-sur-le-Blasé (Tedio sobre el Hastío). Allí se edita The French Dispatch (La crónica francesa), un suplemento especial de un diario ficticio de Kansas que está dirigido por Arthur Howitzer Jr (Bill Murray). Howitzer quiere que el suplemento sea el radar cultural de su época, pero para él lo importante no son los temas sino el talento de los periodistas que escriben las notas. El presente son los años 70, y las historias se cuentan mirando en retrospectiva los 50 y 60, los años más brillantes del French Dispatch.

Anderson construye la película en episodios o artículos, los mismos que se publican en su revista imaginaria. El primero (y el mejor) está relatado por una periodista (Tilda Swinton) que cuenta la singular historia de un homicida (Benicio Del Toro) que se convierte en artista en la cárcel. El segundo parodia el Mayo Francés de los 60 con un líder estudiantil (Timothée Chalamet) que se termina involucrando con la escritora que cubre la revuelta (Frances McDormand). Y en el tercero un crítico gastronómico (Jeffrey Wright) cuenta cómo un chef asiático resulta fundamental en la búsqueda del hijo secuestrado de un comisario.

Los relatos son muy diferentes entre sí pero los une la mirada en primera persona de los autores de las crónicas, que están muy cerca de los sujetos de sus notas y de los hechos que retratan. El modelo de Anderson es The New Yorker, una de las revistas culturales más veneradas de Estados Unidos. De hecho el personaje de Bill Murray es una referencia directa al legendario Harold Ross, fundador del New Yorker, y su sucesor William Shawn (curiosamente los dos editores que Tom Wolfe destrozó en su famoso artículo “Pequeñas momias”), y los cronistas que aparecen en la película están basados en periodistas que escribieron en esa revista.

Con una mirada nostálgica y cargada de información, el director de “Vida acuática” ensaya aquí su homenaje a un periodismo que no existe más, un periodismo que buscaba la visión singular del periodista como autor, que fomentaba la formación cultural y que solía ser una profesión respetada y apasionante. Claro que el director lo hace a su manera, con un despliegue visual y verbal que por momentos resulta apabullante: detalles insólitos en cada una de las historias, notas al pie, cambios del color al blanco y negro, secuencias de animación, voces en off, cameos de estrellas (Edward Norton, Jason Schwartzman, Christoph Waltz, Cécile de France, Willem Dafoe, Saoirse Ronan) y guiños al cine de Lubitsch, de Jacques Tati y de Godard. Hacia el final es posible que el espectador se sienta un tanto agobiado, aunque justo en los últimos minutos Anderson aplica un gran cierre (como el cierre en la edición de una revista): la imagen de una máquina de escribir al lado de un cadáver, entre lo inevitable y la angustia.