La crónica francesa

Crítica de Andrés Brandariz - A Sala Llena

I read the news today, oh boy
About a lucky man who made the grade
And though the news was rather sad
Well, I just had to laugh
I saw the photograph

DELICIAS ARTESANALES

De Wes Anderson se dice, en el mejor de los casos, que es un director esteticista; en el peor, que es un decorador de interiores que se equivocó de profesión. A pesar de tratarse de un director bastante inofensivo, el texano polariza porque en su minucioso, elaborado y también evidente trabajo de puesta en escena expone una tensión recurrente para un realizador que procura narrar una historia de manera audiovisual: la que se produce entre el regodeo estético y la fluidez de la trama. En ese sentido, The French Dispatch es una película que pretende hacer un elogio de lo pequeño pero que, gradualmente, se empantana con la expansiva manera que elige para contarlo.

La crónica francesa del título es la división de un diario norteamericano enclavado en una ciudad ficticia de Francia, Ennui-sur-Blasé, durante la década de 1960. Su staff está conformado por viajeros frecuentes en el colectivo andersoniano: el director del diario no es otro que Bill Murray, haciendo una vez más gala de sus muecas deadpan en un papel que podría hacer hasta dormido. Siempre trabajando con el reloj en contra, el equipo prepara una edición que recopila tres de sus mejores crónicas: la de un artista sentenciado a muerte (Benicio del Toro) que encuentra a su musa -y a su gran amor- en una guardiacárcel (Léa Seydoux); la de un dirigente estudiantil (Timothée Chalamet) que se enreda en un triángulo amoroso con una compañera de militancia (Lyna Khoudri) y la propia cronista (Frances McDormand); la de un secuestro durante un enfrentamiento armado resuelto por un chef (Steve Park).

Las tres historias son muy distintas, pero tienen algo en común: las vidas de los autores de la crónica (en la primera, Tilda Swinton, en la segunda McDormand y en la tercera, Jeffrey Wright) se sumergen en las vidas de los personajes que retratan. Hablan con ellos, comen con ellos, se acuestan con ellos. The French Dispatch es, un poco, como la versión Wes Anderson de The Post: un festejo del periodista como autor, una reivindicación de la artesanía del periodismo, una celebración de una época dorada en el que la profesión resultaba respetable y apasionada. “Una carta de amor” es el constructo más común a la hora de nombrar esta clase de evocaciones nostálgicas de un mundo que ya no existe más. Sin embargo, si algo le falta a The French Dispatch, es un espíritu de amor.

The French Dispatch es disfrutable, sin dudas: a esta altura, con un estatus cimentado y un presupuesto cómodo para desplegar su imaginería, las ocurrencias visuales de Anderson parecen no tener techo: la relación de aspecto cambia cuando quiere, la imagen pasa del blanco y negro al color y visceversa, hay simpatiquísimos zooms en momentos imprevistos y hasta una secuencia animada totalmente irresistible. Sin embargo, poco a poco la sensación empieza a resultar de cierto agobio ante un director que despliega todos sus trucos, con cualquier excusa, todo el tiempo. Eventualmente, los relatos empiezan a sufrir el peso de este despliegue incesante de artificios y uno empieza a cuestionarse el objeto de tanta parafernalia. Las referencias a la nouvelle vague -especialmente en el relato que protagoniza Chalamet- resultan superficiales y meramente estéticas, vaciadas de cualquier intención política aunque lo que se está narrando sea, justamente, una revuelta estudiantil. Sorprende, especialmente porque en este relato Chalamet -en estos momentos, en la cúspide de su fama y su capacidad de seducir y fascinar- interpreta a un referente juvenil que, eventualmente, perderá relevancia. Siempre que parece que Anderson estuviera trabajando desde cierta autoconciencia, estampa otra referencia a Godard como alguien que cuelga un poster en su habitación.

Nuevamente, el problema no es estilo de Anderson en sí, o la idea de que un director pueda tener una puesta en escena elaborada y lujosa: es la manera en la que esto parece conspirar con los objetivos últimos del relato o, por lo menos, entorpecerlo. The French Dispatch termina con una evocación afectuosa de su director -el personaje que interpreta Murray-: aquel que, al final del día, gira el timón del barco tripulado por sus cronistas, ese fresco de sensibilidades que tienen en común su profunda ansia de conectarse con lo humano. Sin embargo, a lo largo de los 108 minutos que dura esta película, poco conocemos del personaje de Murray más allá de sus peculiaridades: que no le importan demasiado los deadlines, y que en su oficina no se puede llorar. Es poco. Quizás el corazón de The French Dispatch se encontraba menos en relatar las aventuras de sus cronistas -una oportunidad innegable para que Anderson desplegara todo su talento visual- y más en retratar el trabajo de la redacción: ese encuentro de miradas en donde la realidad se vuelve relato, un relato que pueda arañar algo de verdad y nos permita entender algo del mundo en que vivimos.